domingo, 19 de abril de 2009

RECODARÁS (continuación)


Ignacio hundió la cara entre sus manos un poco más, ahora todo eso quedaba viejo, lejano aunque lacerante igual que antes, que siempre. Daría lo que fuera por dejar de existir en ese preciso momento, sin demora, traspasar la vida para llegar al vacío absoluto. Pero no, allí estaba como el peor de los cobardes, apenas aguantando el llanto como un niño al que le han tirado al fuego el juguete que más amaba. Sólo que esta vez no había sido su padre quien lanzase a las llamas aquel caballo de cartón piedra, esta vez era él mismo el destructor, el exterminador de la belleza que traga con voraz apetito lo más querido, como Saturno tragó a sus hijos. Apretó aún más los labios y algo semejante a un gemido sordo estalló en su pecho sin que él pudiera hacer nada. Toda la rabia, una pena negra, honda salió a borbotones por su boca como una fuerza imposible de parar, como un alud, como el vómito de un borracho. Lloró y lloró y el llanto se extendió por todo su cuerpo como un temblor en la tierra, el sonido recorría el aire, la tragedia de su vida era como un teatro de actores deformes sin público, se había quedado solo, de alguna manera siempre lo quiso así. Incapaz de pensar en merecer alguna cosa que no fuera dolor. Algo se había roto para siempre en el corazón de aquel hombre hecho fiera por mandato expreso de su inconsciencia. Era extraño ver a una persona de su corpulencia desmoronarse como un muñeco quebrado. “Ignacio, hijo, parece que tu padre ha vuelto a buscarte, quizás debas ir con él a cazar” como en un espejismo le pareció escuchar la voz de su madre. Ya no recuerda su edad, ni sabe a ciencia cierta dónde está. Lo único que sabe es que a sus espaldas duerme el horror más infinito.
Ignacio era un buen albañil, un profesional muy respetado dentro del mundo de la construcción. Todos sus compañeros le temían y respetaban por ser un hombre a veces un tanto violento si se le discutían sus decisiones, era un poco impetuoso, el trabajo lo llevaba bien, incluso a veces era afable pero el humor podía variarle en cuestión de minutos. Creía que las cosas se debían hacer exactas y exigía esto tanto a sí mismo como a los demás, siempre dentro del respeto, imponía su criterio. Su familia era intocable y nadie podía hacer referencia a lo que consideraba exclusivamente suyo. Celoso de su mujer hasta extremos enfermizos nadie osaba hablar de ella, aunque los pocos que la habían visto decían que era de una gran belleza. Para los peores trabajos, los de más riesgo, mayor responsabilidad, en el andamio, colgado del arnés siempre estaba Ignacio. Nunca se hacía para atrás en nada, siempre llevaba consigo, grabadas en su piel las palabras de su padre: “antes muerto que ser un cobarde” A la hora de los almuerzos gustaba incluso de contar chistes y hacer bromas con los compañeros y subordinados. Todos reían si había que reír y todos callaban si había que callar. Donde estaba Ignacio siempre existía una especie de tensión que se percibía en el ánima de todos aquellos que le rodeaban.
Ignacio se casó enamorado con una mujer realmente hermosa, él estaba orgulloso de tener una hembra así a su lado pero a la vez le producía picazón que alguien la mirará, tenía celos de hombres y mujeres que posaban los ojos en la belleza un tanto pálida y dulce de la esposa. Era celoso con todo lo que la rodeaba y la mantenía alejada del mundo, la asfixiaba con su protección. Blanca, que así se llamaba, le había dado una hija que poseía la belleza de su madre, sus ojos profundos y silenciosos y los cabellos iguales a los de él, largos tirabuzones del color de las almendras. Ignacio creía que esos dos seres eran lo que más amaba, que por ellos moriría y mataría, quizás no sabía hacerlo, quizás en algún momento su corazón había dejado de sentir, acaso quedó atrapado para siempre en su habitación de niño.
Ignacio separo sus manos de la cara, por primera vez se las miro bien aquella noche, tenía sangre seca entre sus dedos. Cogió un trapo de cocina que descansaba sobre la mesa y se enjugo las lágrimas, se levanto despacio y solo entonces comprendió lo que apretaba entre las piernas: la pistola de su padre, recordó durante unos instantes como pasaba horas dedicado a su limpieza, ahora era suya, paso su mano manchada de sangre suavemente por el frío acero, como se acaricia a un perro fiel que ha de hacerte el último favor, se la llevó a la sien, separó el percutor muy despacio y su índice derecho apretó el gatillo. El cuerpo de Ignacio fue despedido hacía atrás, como empujado por una fuerza invisible y mientras caía, en lo que fueron segundos transcurría la eternidad y recordó.
Al otro lado de la cocina estaba situado el comedor, con una decoración humilde pero acogedora, un jarrón lleno de flores aparecía tumbado sobre la mesa, el agua vertida mojaba la madera y parte de la alfombra, en un lugar de esta convergían al agua y un charco de sangre formando una mancha grotesca. Sobre el sofá, como antes el padre deIgnacio, yacía ahora Blanca como una muñeca rota, la sangre aún caliente manaba de su pecho y hacía el recorrido hasta la alfombra, la cara abultada por los golpes no se parecía en nada a la hermosa mujer que fue. Una mano agarraba fuertemente un osito de peluche como el último aliento de una madre para defender a su cría. Siguiendo el pasillo, una habitación toda pintada de rosa, más peluches sobre una repisa, un tocador infantil con una muñeca, esta hacía como que se atusaba el pelo delante de un espejo imaginario. Sobre la cama llena de lápices de colores se mezclaban con la sangre de el cuerpo sin vida de una niña de tirabuzones del color de las almendras.

viernes, 17 de abril de 2009

COMUNICADO


¡Buenos días a todos mis lectores!
Soy Carmela Bermúdez, como ya saben la ilustre inspectora de policía, tengo el disgusto de comunicarles a todos sin excepción, que mi directora espiritual la Sra. Vientos le sale de lo más hondo seguir con la historia de Caso policial Oregón Basic, o sea el descubrimiento del asesinato del tal Ernesto Gutiérrez, en el más estricto silencio profesional y judicial. Yo por descontado no estoy de acuerdo, única y exclusivamente por mi ego personal, aunque comprendo que los casos policiales deben llevarse así pero la verdad es que me jode un ovario. He intentado convencer a esta prepotente de que es importante el seguimiento del caso por parte de los lectores, que a veces pueden esclarecer algún punto de vista. Pero la tal señora Vientos dice que los lectores casi todos son miopes y no ven tres en un burro, yo prefiero no discutir porque con mi carácter seguro que llegaríamos a las manos y al fin y al cabo es la referida la que me da el alimento tanto espiritual como físico. Así que no me queda más remedio que acatar ordenes. Cuando el caso esté cerrado yo misma lo expondré sea de viva voz o en forma de novela que ustedes muy amablemente compraran en sus quioscos. Eso sí tengo autorización para hablar de cualquier otra cosa que me salga de los cojones y además puedo muy bien contestar a las preguntas, que no tengan que ver con el caso que Oregón Basic claro, que el personal tenga a bien hacerme o que yo considere oportuno meter mis narices. Entiendo de todo, les aviso y mi criterio es infalible. Sin más que comunicarles por hoy... ya vendrán días mejores... ¡coño! otra vez me llama el Comisario Martínez... es que todo lo tengo que hacer yo en este antro de flojera y molicie... Por cierto en la foto adjunta estoy un pelin retocada con photoshop pero nada que desvirtue mi belleza personal.
- inspectora no me joda -dice el comisario entrando por la puerta del despacho de Carmela y soltando una carcajada cavernosa -si esa es la foto de Angelina Joli vestida para matar ¿no pensará decir que es usted?
- ya empezamos con las tonterias ¿a usted le han tocado la cara alguna vez comisario?

jueves, 16 de abril de 2009

RECORDARÁS


Ignacio Rodríguez permanecía muy quieto sentado en un taburete de su cocina, las piernas muy juntas y apretadas como si quisiera retener algo entre ellas. Los codos apoyados en la mesa, sobre la que se hallaba un cenicero repleto de colillas y un cigarro que se consumía sólo, como un cuerpo despellejado y sin vida. Ignacio mantenía el rostro refugiado entre sus manos, unas manos grandes y curtidas por el trabajo en la obra. Un sonido apenas audible, como un sollozo entrecortado salía de sus labios, aunque los mantenía apretados con fuerza como si quisiera impedir que saliera de ellos cualquier palabra, cualquier grito, porque no soportaba su propio dolor, porque no resistía escuchar su propia voz, porque necesitaba ahogar todo aquel sufrimiento sin escuchar ningún sonido que proviniese de su cuerpo, porque tanto odio hacia sí mismo no podía ser albergado en el alma, sin que está se corrompiese.
Esto debía ser el infierno tantas veces descrito por los curas en el colegio donde solo curso estudios primarios, porque lo único que quería su padre es que trabajase con él en la obra. Una ráfaga de rencor recorrió su espalda al recordar a su progenitor tantas veces aborrecido y temido. Tantas veces también amado. Él que era un ignorante pensó que era verdad lo que los leídos y los estudiados decían: que del amor al odio solo hay un paso. Recordó como de niño miraba a su padre a hurtadillas porque de frente nunca se atrevió. Le gustaba mirar sus manos fuertes y callosas por el trabajo, muy parecidas ahora a las suyas propias, la manera en que cortaba el pan con su navaja, con mango de nácar y hoja curva y afilada. La manera en que lo sentaba a veces sobre sus rodillas para decirle que en la vida solo se vive para ganar, que para perder es preferible estar muerto. Que nunca se le ocurriera ser un cobarde y que tenía que aprender a aguantar el dolor sin quejarse, “si algún día te veo llorar te mato a correazos” Cuando escuchaba a su padre decir esto un frío recorría su cuerpo de niño pero se decía a si mismo que debía actuar como la estatua que quedaba en la plaza, que ni sentía, ni movía músculo alguno, que ni para ella ni para él no existía el dolor. Ignacio sólo deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él y el corazón se le hacía tan grande en el pecho que creía firmemente que le iba a estallar, era capaz de amar a su padre desde el fondo de un pozo, aunque no tuviera escapatoria y solo pudiera dejarse caer. Otras veces, su madre con ternura le cogía la cara entre sus manos y decía: “Ignacio entra en tu habitación y no salgas ni hagas enfadar a tu padre” ya sabía que su progenitor llegaba ebrio a casa después de lo que él llamaba un día de perros, pisado por el patrón, dudosamente burlado por los compañeros o si se terciaba en su delirio alcohólico con una cornamenta en la cabeza por culpa de su mujer que lo ponía en evidencia ante sí mismo y delante del mundo. Entonces Ignacio se refugiaba en su cuarto, se encogía sobre si mismo entre la cama y la mesita de noche, con las manos se tapaba los oídos para no sentir los golpes que su padre daba en las puertas, los muebles, las paredes y sobre todo para no escuchar los que caían sobre el cuerpo roto de su madre. Estos eran secos como si sonaran desde otro mundo, el sonido era aterrador, era como un eco entre las montañas y el dolor de su madre como si la tierra se abriera y pudiera observar el abismo abierto bajo sus pies. Pasados unos minutos se producía el silencio más absoluto y el espanto más inhumano, para dar paso a la figura inmensa y tambaleante de su padre en el quicio de la puerta de su propia habitación, a contra luz, como un dios castigador. Los párpados hinchados por el alcohol, los ojos inyectados en sangre, la boca abierta, babeante y escupiendo el veneno de las palabras, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, como un animal rabioso en reposo, en una de sus manos firmemente agarrada la correa de cuero que usa para apretarse el pantalón. De pie, oscilando como un péndulo, borracho y sudoroso, exaltado por la violencia, pronuncia su nombre. Ignacio se encoge aún más, como un perro acorralado que sabe que la mano de su amo va ser implacable, que no recibirá de él ni una sola caricia sino los latigazos y las patadas a las que está inevitablemente destinado. Pero al igual que un perro que no conoce más fe que la de su amo recibe un golpe tras otro con los dientes apretados, la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo. No sale de su boca un solo quejido, cuando su padre agotado en su propio odio se cansa y se retira profiriendo insultos que ya ni él mismo oye. Se deja caer en el sofá exhausto y abatido, dormitando sobre su propio hedor a alcohol, sudor y sangre. Solo en ese instante Ignacio llora con un silencio absoluto…solo perceptible a las almas del purgatorio.
A Ignacio se le va a conceder un tiempo muerto, como una cámara que ha quedado en pausa, que le otorga la providencia...

viernes, 10 de abril de 2009

Lobo


Sentía como si su alma se hubiera liberado de nuevo; podía volverá a ser fiel a sí mismo. Después del duro tiempo de cautiverio sus cadenas se habían roto. Ahora estaba en paz con la naturaleza y con Dios. Ahora podía cuidar de su manada otra vez, velar por las hembras y los cachorros recién paridos. Dirigir la caza junto a sus camaradas para dar de comer a todos y cada uno de sus hermanos. Estaba más hermoso que nunca.
Lobo adquirió una costumbre bastante regular de cantar durante las horas del crepúsculo y antes de iniciar las expediciones de caza. El hecho de la lanzar su voz al cielo le llenaba de alborozo, era una manera de agradecer al universo la fuerza de su mundo, la sabiduría de la naturaleza. Un adiós al sol que se ponía, una ansiosa aceptación al reto de la existencia. En aquellos momentos, recordaba a menudo su primera canción, aún cachorro y también la canción triste de su encierro cuando el amado sol se escondía a través de los barrotes de su jaula. Aquello quedaba atrás. Y ahora cantaba libremente y lo hacía a menudo a la vista de su esposa Loba, sus cuatro lobeznos y del anciano de la manada.
Gustaba de observar de reojo al resto de sus compañeros. Anciano evitaba cuidadosamente mirar a Lobo, el viejo macho procuraba dar la impresión de que atención estaba centrada en algo remoto. La nostalgia de su antigua soberanía y la creciente admiración por aquel macho joven y valiente. Capaz de comerse el mundo, cuando lo miraba a la caída del sol le recordaba a él mismo muchos años atrás. Indudablemente la fuerza del universo estaba en aquel canto como lo estuvo en el suyo propio.
Un aire extraordinariamente fría empezó a soplar sobre la llanura y en los valles montañosos. La respiración del ártico. Lobo no recordaba un frío tan intenso. Anciano sí, de esta manera perpetuaba su juventud. Loba se apretó contra el robusto cuerpo de su esposo, este se giro hacía ella y le lamió cariñosamente los labios. La nieve crujía bajo sus patas cuando se dirigió a la manada, le gustaba tanto escuchar sus propios pasos que anduvo arriba y abajo, paseando orgulloso delante de los demás. Luego se quedó muy quieto durante un largo tiempo imitando a la eternidad. Era hora de buscar el alimento para su familia y sus compañeros, el poder del destino estaba escrito en el cielo y solo tenía que seguir su rastro.