Jorge Arana venía a matar a un
hombre. No podía ser de otra manera. No existía otra posibilidad si quería
conservar su propia vida.
El talgo, de color rojo y aluminio,
procedente de Madrid, entró por el andén número tres de la Estación de Francia, acababa
así el recorrido de aquel hombre de facciones severas, una forma extraña de
ocultar cierta sensibilidad. Se podía escuchar un gran bullicio en los andenes
que esperaban a familiares y amigos. El tren fue, poco a poco, bajando el ritmo
de sus ruedas de acero hasta quedar totalmente parado. Dentro los pasajeros se movían con maletas y
paquetes hacía las puertas de salida. Todos tenían prisa por bajar, en los
vagones el tiempo parecía detenido, la distancia era larga y el trayecto se
convertía en algo demasiado urgente, sobre todo en la última hora en la que ya
todo el mundo estaba harto del viaje. Aunque el Talgo era la gran innovación en
el transporte rodado, antes de esto, el promedio de un viaje entre Madrid y
Barcelona era de 12 horas, como mínimo. La gente se apeaba con prisas. Jorge Arana, era el único que permanecía en su
asiento mirando a través de la ventanilla. Llevaba el cansancio escrito en el
rostro aunque él no podía percibirlo, soportaba excesiva tensión y llegar por
fin al destino lo dejaba en un estado de melancolía sorda que aún no
apaciguando su niveles de conciencia alterados por lo menos le hacía sentir
algo de equilibrio. Los acontecimientos se habían precipitado en las últimas
semanas. Hoy mismo, había cogido el tren de primera hora de la mañana, cuando
apenas había amanecido. Aquel viaje, sin saber bien el motivo, le recordaba
otro de características muy diferentes. Le costaba recordar, su memoria era
bastante frágil pero de aquel tramo de vida, recordaba la fecha exacta, había
sido en el transcurso del año 1940, los primeros días del mes de enero, mientras
todavía la ciudad estaba engalanada de navidad, aunque fuera una navidad triste
y opaca. Entonces lo hizo en un furgón que apestaba a un olor agrio, la fetidez orgánica se mezclaba con la
de vómito y el hedor que desprenden los cuerpos ante el miedo. El miedo tiene
un olor muy característico, sólo lo conocen aquellos que bajo un sentimiento de
pánico permanecen apretados en medio de
otros seres humanos que sufren la misma emoción. La situación de todas aquellas
personas en hicieron aquel viaje encerrados como animales le hacía sentir
escalofríos se frotó la garganta para
arrancar un nudo que lo ahogaba. No habían pasado muchas cosas desde entonces
porque aquel tiempo parecía haberse instalado para siempre dentro de él. Era un
abismo por el que había ido cayendo. Le fallaban los recuerdos, es verdad, pero
la rabia no había dejado de crecer ni un solo día desde entonces.
Asesinar a sangre fría requiere un
método, no es lo mismo dejarse llevar por el instinto de supervivencia, o por
una subida de adrenalina provocada por el odio, o un mal momento de locura
transitoria en el que un hecho puntual o el cúmulo de muchos pueden llevar al
ser humano a matar a alguien. No es lo mismo matar al enemigo en el ardor de la
pelea, que tener que planear su muerte. Se considera asesinato cuando una persona causa la muerte de otra y lo
lleva a cabo con alevosía, ensañamiento o por recompensa, mientras que “matar”
no tiene por qué tener estas particularidades. Asesinar a alguien puede parecer complejo pero en realidad
no lo es. Matar puede convertirse en una obsesión. El resentimiento puede crecer,
puedes alimentarlo y después saciar el ansia, es algo parecido al hambre, un
hambre verdadera y voraz. Luego todo cosiste en tener un buen plan, “un buen
plan” se repitió a sí mismo y se
vio como una rata en una ratonera. Metió
la mano en el bolsillo y sacó un paquete arrugado de cigarrillos sin filtro,
mordisqueo la punta de uno y lo encendió. Aspiro largamente hasta que notó un
ligero mareo, eso le indicaba que la sangre estaba llena de nicotina. Sintió un
placer inmenso ¿sería algo parecido asesinar a alguien?