martes, 23 de julio de 2013

Cuestión de dignidad


En cada uno de nosotros hay un sistema de principios en el que el “yo” se niega a rendir pleitesía y se rebela. No sabemos cómo surge, pero en ocasiones, aunque el miedo se oponga y el peligro arrecie, una fuerza desconocida tira de la conciencia y nos pone justo en el límite de lo que no es negociable y no queremos ni podemos aceptar. No lo aprendimos en la escuela, ni lo vimos necesariamente en nuestros progenitores, pero ahí está, como una muralla silenciosa marcando el confín de lo que no debe traspasarse.
Tenemos la capacidad de indignarnos cuando alguien viola nuestros derechos o somos víctimas de la humillación, la explotación o el maltrato. Poseemos la increíble cualidad de reaccionar más allá de la biología y enfurecernos cuando nuestros códigos éticos se ven vapuleados. La cólera ante la injusticia se llama indigna
Algunos dirán que es cuestión de ego y que por lo .tanto cualquier intento de salvaguardia o protección no es otra cosa que egocentrismo amañado. Nada más erróneo. La defensa de la identidad personal es un proceso natural y saludable. Detrás del ego que acapara está el yo que vive y ama, pero también está el yo aporreado, el yo que exige respeto, el yo que no quiere doblegarse, el yo humano: el yo digno. Una cosa es el egoísmo moral y el engreimiento insoportable del que se las sabe todas, y otra muy distinta, la autoafirmación y el fortalecimiento de sí mismo.
Cuando una mujer decide hacerle frente a los insultos de su marido, un adolescente expresa su desacuerdo ante un castigo que considera injusto o un hombre exige respeto por la actitud agresiva de su jefe, hay un acto de dignidad personal que engrandece. Cuando cuestionamos la conducta desleal de un amigo o nos resistimos a la manipulación de los oportunistas, no estamos alimentando el ego sino reforzando la condición humana. Por desgracia no siempre somos capaces de actuar de este modo. En muchas ocasiones decimos “sí”, cuando queremos decir “no”, o nos sometemos a situaciones indecorosas y a personas francamente abusivas, pudiendo evitarlas. ¿Quién no se ha reprochado alguna vez a sí mismo el silencio cómplice, la obediencia indebida o la sonrisa zalamera y apaciguadora? ¿Quién no se ha mirado alguna vez al espejo tratando de perdonarse el servilismo, o el no haber dicho lo que en verdad pensaba? ¿Quién no ha sentido, aunque sea de vez cuando, la lucha interior entre la indignación por el agravio y el miedo a enfrentarlo?
Walter Riso

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