Recuerdo que la larga cola daba la
vuelta a la esquina, nos calaba un olor conocido, íntimo, a humanidad. Al principio
me resultaba ajeno e incluso sórdido e inmoral. Con el paso de los días me fui
acostumbrando y empecé a sentirme absorbido por aquel olor, me dejo de molestar. No
solo eran los cuerpos los que gritaban su jadeo, también eran los pensamientos,
el miedo y sobre todo el hambre. No había apenas palabras entre aquellas
gentes, eran miradas furtivas las que ganaban al tiempo. Los silencios eran
espesos y pegajosos para los hombres, las mujeres tenían los ojos hundidos por
la humedad y la tristeza. Solo el insoportable llanto de los niños rompía la virginal
mudez. El auxilio social llegaba en forma de chusco, allí no había diferencias porque todos habíamos quedado en la exclusión. Un destierro social que no
hicimos nosotros. Una guerra que se fue gestando por intereses y odios pero que
no tenía el olor a humanidad de aquella cola infinita. La guerra tenía el olor
de los despachos, de la corrupción, del poder, de los trajes bien cortados y de
las rancias estancias. Como en una fotografía, los colores fueron desapareciendo
hasta quedar solo el blanco y negro.
Tengo aquella foto en mis
manos, la hizo un reportero extremeño que solía repartir su pan entre los más
pequeños. Se llamaba Claudio y murió de un tiro en la nuca, pero eso ya no
tiene importancia. Los años me han enseñado que todo vuelve y que no existen los bandos, que todos somos lo mismo, ellos y nosotros. Que todo se repite…
incluso la esperanza de una vida mejor.
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