Como tantos otros, Isabel llegó de Zamora a Madrid, con apenas los dieciocho años cumplidos. Solo traía una maleta pequeña atada con un viejo cinturón de su padre, al que perdió durante la guerra por luchar en el bando de los rojos. Dentro todas sus pertenencias: alguna ropa gastada por el uso, una pastilla de jabón lagarto, un cepillo de dientes y algunas cremas que pudo conseguir con mucho esfuerzo. Pero sobre todo, llevaba como un tesoro, dos libros que su hermano Claudio le dio antes de perder la vida al igual que su padre, en el mismo bando. A la hora de disparar el fusil las manos le temblaron. Una bala le atravesó el costado. Él no disparó. No por cobarde, no, sino porque en esa España dividida por la tiranía, muchos de los que luchaban en el frente tenían ideas propias sobre la vida y la muerte y porque la bala que entraría en el pecho del otro es la misma que entró en su propio pecho. Las diferencias las establecieron los dictadores, los pervertidos, los enfermos de odio y de poder. no los que trabajaban en los campos o en las fabricas.
Isabel marchó de Madrid al poco, hacia la ciudad de los prodigios, de las oportunidades: Barcelona. Allí ha llevado una vida nada gloriosa. Siempre sirviendo a otros que no tuvieron que dejar sus casas ni a sus familias. Que ahora se las dan de hospitalarios y generosos, pero ella siempre comió sus sobras. Ahora casi está integrada, aunque hay algo que le recuerda siempre lo que es y a donde pertenece: los dos libros que su hermano Claudio le dio antes de dejar la vida en la trinchera.