Blanca estaba sentada frente a su máquina de escribir, una olivetti portátil de color azul, tenía las manos muy quietas sobre el teclado, como si no supiera como continuar lo que estaba escribiendo. Su mano derecha hacía pequeños movimientos, eran como espasmos en los que sus dedos finos y largos tocaban delicadamente el teclado. Era como si estos fueran independientes de su mente y solo obedecieran a un impulso conocido del cuerpo, ellos por su cuenta querían moverse, teclear sobre la vieja Olivetti, escribir cosas que parecían muy importantes, quizás era una biografía, o una historia conocida, las manos de Blanca estaban seguras de saberlo, pero Blanca no. El alma de la mujer permanecía muy lejos de aquella habitación, sus recuerdos la transportaban a otro lugar distinto en el espacio y en el tiempo.
Tenía manos de pianista y un alma hecha para la música. Recordaba el piano de pared que se encontraba en el estudio de la casa de sus padres, hacía ya mucho tiempo de eso, ella tendría ocho años, estaba sentada sobre el taburete redondo que se podía graduar según la altura del que ejecutaba la música, en este caso estaba al máximo y los pies de Blanca llegaban con dificultad al suelo, sus manitas tocaban hábiles una pieza de Chopin , “tristeza” que era una de las preferidas de su padre. Él se encontraba sentado justo detrás de ella, en una silla alta con su pipa humeante atrapada entre sus labios y sujeta por su mano derecha. La niña ejecutaba la pieza magistralmente, daba la fuerza y también la suavidad requeridas en cada momento. Se sentía satisfecha de hacer feliz a su padre que la escucha en silencio con una leve sonrisa de satisfacción en sus labios. De vez en cuando daba una pequeña instrucción a su hija: “increscendo, fortemente”, “ritardando Blanca”.
De vuelta a la realidad las palabras de su padre retumbaban en su memoria como si todavía estuviera a sus espaldas y tratará de decirle alguna cosa, pero ¿qué? No podía recordar nada, su mente estaba vacía como un pozo ciego donde se asomaba pero no veía nada más allá de unos metros. La música volvió a sonar en su mente, “¡ahora!, piu forte” más fuerte, cada vez más enérgica, la música ya no era melodía, tronaba en su mente, rugía como una fiera acorralada. Blanca se llevó las manos a los oídos como queriendo parar los sonidos, pero las notas gritaban dentro de su cabeza, se movían como en un baile frenético, las negras, las blancas, corcheas, fusas y semifusas la golpeaban como cuerpos transformados y grotescos. Era un espectáculo dantesco sintió como la partitura se convertía, el papel se arrugaba y tomaba forma, se estiraba y se encogía para aparecer de pronto como un ser descabezado que intentaba atraparla, inconscientemente miró hacia atrás buscando la ayuda de su padre, pero él ya no estaba allí. Apretó las manos más fuertemente contra sus oídos pero no conseguía parar aquel sonido infernal, la música que ella tanto amaba se volvía contra ella, agarró sus orejas e intento arrancarlas, entonces notó como se iba su aliento, como se alejaban las fuerzas de sus músculos, se sentía desfallecer, todo se volvió negro y ya no recordó nada pero la música había dejado de sonar.
Unas campanas estaban sonando, podían ser las de una iglesia, daban las doce, abrió los ojos y pensó que había dormido demasiado aunque se sentía cansada, apartó las sabanas blancas protegidas igualmente por una colcha blanca, se sentó en la cama y se enfundó una bata de franela y unas zapatillas. ¡Ay! esto de soñar tanto no la dejaba descansar como era debido. A veces cuando despertaba por las mañanas pensaba que en realidad estaba dormida y que los sueños eran su verdadero entorno. El escenario de su vida parecía ligeramente modificado pero no sabría decir bien en qué consistía tal cambio. Fermina apareció por la puerta con una bandeja en la que portaba un vaso de leche humeante, un plato lleno de tostadas con mantequilla y mermeladas de varios sabores en tamaño individual como a ella le gustaban.
- Buenos días señora Blanca ¿Qué tal hemos dormido hoy? –dijo Fermina sonriente.
- Bien Fermina aunque lo de siempre… estos sueños que no me dejan descansar como es debido. ¿está todo en orden esta mañana?
- Claro, como siempre. Después de desayunar pase a la ducha. No se olvide de tomar su medicación que se la he dejado al lado de la taza de leche.
- No sé por qué siempre me tienes que recordar lo que he de hacer, para ti el tiempo parece que no haya pasado, te gusta tratarme como a una niña pequeña y ya no lo soy. –dijo Blanca con un mohín infantil haciendo ver que se molestaba.
Fermina puso la bandeja en una mesa individual con ruedas y la acercó a la cama donde seguía sentada Blanca. Esta desplegó la servilleta y se la puso sobre las piernas apoyando sus manos sobre ella. Mientras Fermina salía por la puerta del dormitorio, Blanca ya no la vio, sus recuerdos la llevaron de nuevo a su estudio de música. Estaba atardeciendo y un sol anaranjado entraba por la ventana, ella se disponía a tocar una pieza muy bonita de Debussy: Claro de luna. Sus manos reposaban con delicadeza, igual que ahora, únicamente la vieja Olivetti había desaparecido y el teclado era el de su piano, había estudiado con dedicación aquella pieza para hacerla sonar en la manera en que solo debe ser escuchada, en comunión con el universo, cada nota en su tiempo, cada tiempo en su espacio, su padre volvía a estar a su espalda, sonriendo. Ella lo miro un momento antes de ejecutar la pieza, como para que él le indicase el comienzo. El humo de su pipa se tornaba rojizo por efecto de la luz, todo estaba bañado en una neblina dorada, el hombre llevaba el cabello tirado para atrás y su tono castaño se acentuaba aún más dándole unos reflejos dorados, las piernas cruzadas, dejaban al descubierto sus botas que invariables guiaban a su hija el compás con sus movimientos, siempre usaba polainas de un color más subido que el de sus botas, seguidas de un pantalón impecablemente planchado. Un chasquido suave de sus dedos mostró el comienzo.
Tenía manos de pianista y un alma hecha para la música. Recordaba el piano de pared que se encontraba en el estudio de la casa de sus padres, hacía ya mucho tiempo de eso, ella tendría ocho años, estaba sentada sobre el taburete redondo que se podía graduar según la altura del que ejecutaba la música, en este caso estaba al máximo y los pies de Blanca llegaban con dificultad al suelo, sus manitas tocaban hábiles una pieza de Chopin , “tristeza” que era una de las preferidas de su padre. Él se encontraba sentado justo detrás de ella, en una silla alta con su pipa humeante atrapada entre sus labios y sujeta por su mano derecha. La niña ejecutaba la pieza magistralmente, daba la fuerza y también la suavidad requeridas en cada momento. Se sentía satisfecha de hacer feliz a su padre que la escucha en silencio con una leve sonrisa de satisfacción en sus labios. De vez en cuando daba una pequeña instrucción a su hija: “increscendo, fortemente”, “ritardando Blanca”.
De vuelta a la realidad las palabras de su padre retumbaban en su memoria como si todavía estuviera a sus espaldas y tratará de decirle alguna cosa, pero ¿qué? No podía recordar nada, su mente estaba vacía como un pozo ciego donde se asomaba pero no veía nada más allá de unos metros. La música volvió a sonar en su mente, “¡ahora!, piu forte” más fuerte, cada vez más enérgica, la música ya no era melodía, tronaba en su mente, rugía como una fiera acorralada. Blanca se llevó las manos a los oídos como queriendo parar los sonidos, pero las notas gritaban dentro de su cabeza, se movían como en un baile frenético, las negras, las blancas, corcheas, fusas y semifusas la golpeaban como cuerpos transformados y grotescos. Era un espectáculo dantesco sintió como la partitura se convertía, el papel se arrugaba y tomaba forma, se estiraba y se encogía para aparecer de pronto como un ser descabezado que intentaba atraparla, inconscientemente miró hacia atrás buscando la ayuda de su padre, pero él ya no estaba allí. Apretó las manos más fuertemente contra sus oídos pero no conseguía parar aquel sonido infernal, la música que ella tanto amaba se volvía contra ella, agarró sus orejas e intento arrancarlas, entonces notó como se iba su aliento, como se alejaban las fuerzas de sus músculos, se sentía desfallecer, todo se volvió negro y ya no recordó nada pero la música había dejado de sonar.
Unas campanas estaban sonando, podían ser las de una iglesia, daban las doce, abrió los ojos y pensó que había dormido demasiado aunque se sentía cansada, apartó las sabanas blancas protegidas igualmente por una colcha blanca, se sentó en la cama y se enfundó una bata de franela y unas zapatillas. ¡Ay! esto de soñar tanto no la dejaba descansar como era debido. A veces cuando despertaba por las mañanas pensaba que en realidad estaba dormida y que los sueños eran su verdadero entorno. El escenario de su vida parecía ligeramente modificado pero no sabría decir bien en qué consistía tal cambio. Fermina apareció por la puerta con una bandeja en la que portaba un vaso de leche humeante, un plato lleno de tostadas con mantequilla y mermeladas de varios sabores en tamaño individual como a ella le gustaban.
- Buenos días señora Blanca ¿Qué tal hemos dormido hoy? –dijo Fermina sonriente.
- Bien Fermina aunque lo de siempre… estos sueños que no me dejan descansar como es debido. ¿está todo en orden esta mañana?
- Claro, como siempre. Después de desayunar pase a la ducha. No se olvide de tomar su medicación que se la he dejado al lado de la taza de leche.
- No sé por qué siempre me tienes que recordar lo que he de hacer, para ti el tiempo parece que no haya pasado, te gusta tratarme como a una niña pequeña y ya no lo soy. –dijo Blanca con un mohín infantil haciendo ver que se molestaba.
Fermina puso la bandeja en una mesa individual con ruedas y la acercó a la cama donde seguía sentada Blanca. Esta desplegó la servilleta y se la puso sobre las piernas apoyando sus manos sobre ella. Mientras Fermina salía por la puerta del dormitorio, Blanca ya no la vio, sus recuerdos la llevaron de nuevo a su estudio de música. Estaba atardeciendo y un sol anaranjado entraba por la ventana, ella se disponía a tocar una pieza muy bonita de Debussy: Claro de luna. Sus manos reposaban con delicadeza, igual que ahora, únicamente la vieja Olivetti había desaparecido y el teclado era el de su piano, había estudiado con dedicación aquella pieza para hacerla sonar en la manera en que solo debe ser escuchada, en comunión con el universo, cada nota en su tiempo, cada tiempo en su espacio, su padre volvía a estar a su espalda, sonriendo. Ella lo miro un momento antes de ejecutar la pieza, como para que él le indicase el comienzo. El humo de su pipa se tornaba rojizo por efecto de la luz, todo estaba bañado en una neblina dorada, el hombre llevaba el cabello tirado para atrás y su tono castaño se acentuaba aún más dándole unos reflejos dorados, las piernas cruzadas, dejaban al descubierto sus botas que invariables guiaban a su hija el compás con sus movimientos, siempre usaba polainas de un color más subido que el de sus botas, seguidas de un pantalón impecablemente planchado. Un chasquido suave de sus dedos mostró el comienzo.
CONTINUARA........