Hacía horas que estaba sentado delante de su colección de zapatos. No sabía cual ponerse ante tantos pares. Más de cuatrocientos. La camisa y el traje ya los había elegido, hoy utilizaría para la chaqueta y el pantalón el color tabaco y para la camisa el mismo tono pero más subido. Poseía un vestidor de más de cuarenta metros. El vestuario era incalculable y el calzado estaba numerado.
Rafael Campos gustaba de considerarse un alto ejecutivo de las finanzas y lo era. Vivía única y exclusivamente para él. Su personalidad Ególatra lo llenaba absolutamente todo. Cada mañana empleaba más de dos horas en acicalarse. Primero el aseo personal que pasaba por cremas corporales, mascarillas capilares y un sofisticado tratamiento para el rostro y el cuello. Después, el ritual parecido al de los toreros, enfundarse la vestimenta del día adecuadamente elegida.
Había estudiado económicas en una prestigiosa universidad de EE.UU. Sus padres, personas no adineradas le habían costeado con mucho esfuerzo su carrera y el doctorado. Después habían sido olvidados de la memoria selectiva de Rafael Campos. Hacía más de diez años que no sabía de ellos ni tenía intención de hacerlo. Se avergonzaba de sus orígenes humildes y los había borrado de su mente.
Su ascenso en el mercado financiero había sido fulminante. A los treinta y cuatro años trabajaba para una de las más importantes firmas del sector bursátil. No sin dejar atrás varias cabezas cortadas. No le importaron lo más mínimo. Durante esta época había ascendido como la espuma y la gente de su entorno le admiraba y le temía. No tenía escrúpulos ni moral. En su aptitud sólo existía él, su proceder era demoledor. En su sociedad ese es el tipo de personajes que llevan escrito en la cara el éxito. Era requerido en todas las fiestas de la alta burguesía donde se pavoneaba como el mejor gallo del corral. No había hembra que se le resistiera y a ninguna daba importancia. Solo se dejaba adular. Nunca hubo entrega.
Aquel preciso día del traje color tabaco, de corte impecable, camisa más subida de tono y zapatos Moreschi de charol marrón, inexplicablemente se sentía algo menos eufórico que de costumbre. Al salir no quiso dar el último vistazo obligado a su impoluta imagen. “Algo no funcionaba bien” pensó. Cogió su maletín de piel de cocodrilo y se dirigió hacía la puerta. Al girar el pomo, sin saber por qué recordó las manos de su padre. Envejecidas por el trabajo en el la fábrica. Un sudor frio recorrió la espalda de Rafael. Volvió a mirar sus propias manos. Eran nervudas y arrugadas. Sus dedos antes perfectamente cuidados ahora se retorcían por el efecto de la artrosis. Sudando y con escalofríos. Con el terror escrito en su semblante, se giró hacía el espejo del distribuidor. El pelo cano y mucho menos abundante. Su rostro repleto de arrugas. En los ojos aparecían marcadas ojeras violáceas. En su cuello tirantes cuerdas que se refugiaban en la camisa color tabaco subido. Dejó caer el maletín al suelo. Sus rodillas perdieron fuerza y quedo a cuatro patas. Se arrastro hacía la salida. No podía entender. Tenía que ser una pesadilla.
Cuando salió a la calle comprendió. Todo había cambiado. Él había cambiado. El tiempo había pasado y su hedonismo no le había permitido advertirlo. Se le había ido el tiempo entre opulencias y banalidades. La vida se había marchado. De él sólo quedaban los innumerables trajes.
Rafael Campos gustaba de considerarse un alto ejecutivo de las finanzas y lo era. Vivía única y exclusivamente para él. Su personalidad Ególatra lo llenaba absolutamente todo. Cada mañana empleaba más de dos horas en acicalarse. Primero el aseo personal que pasaba por cremas corporales, mascarillas capilares y un sofisticado tratamiento para el rostro y el cuello. Después, el ritual parecido al de los toreros, enfundarse la vestimenta del día adecuadamente elegida.
Había estudiado económicas en una prestigiosa universidad de EE.UU. Sus padres, personas no adineradas le habían costeado con mucho esfuerzo su carrera y el doctorado. Después habían sido olvidados de la memoria selectiva de Rafael Campos. Hacía más de diez años que no sabía de ellos ni tenía intención de hacerlo. Se avergonzaba de sus orígenes humildes y los había borrado de su mente.
Su ascenso en el mercado financiero había sido fulminante. A los treinta y cuatro años trabajaba para una de las más importantes firmas del sector bursátil. No sin dejar atrás varias cabezas cortadas. No le importaron lo más mínimo. Durante esta época había ascendido como la espuma y la gente de su entorno le admiraba y le temía. No tenía escrúpulos ni moral. En su aptitud sólo existía él, su proceder era demoledor. En su sociedad ese es el tipo de personajes que llevan escrito en la cara el éxito. Era requerido en todas las fiestas de la alta burguesía donde se pavoneaba como el mejor gallo del corral. No había hembra que se le resistiera y a ninguna daba importancia. Solo se dejaba adular. Nunca hubo entrega.
Aquel preciso día del traje color tabaco, de corte impecable, camisa más subida de tono y zapatos Moreschi de charol marrón, inexplicablemente se sentía algo menos eufórico que de costumbre. Al salir no quiso dar el último vistazo obligado a su impoluta imagen. “Algo no funcionaba bien” pensó. Cogió su maletín de piel de cocodrilo y se dirigió hacía la puerta. Al girar el pomo, sin saber por qué recordó las manos de su padre. Envejecidas por el trabajo en el la fábrica. Un sudor frio recorrió la espalda de Rafael. Volvió a mirar sus propias manos. Eran nervudas y arrugadas. Sus dedos antes perfectamente cuidados ahora se retorcían por el efecto de la artrosis. Sudando y con escalofríos. Con el terror escrito en su semblante, se giró hacía el espejo del distribuidor. El pelo cano y mucho menos abundante. Su rostro repleto de arrugas. En los ojos aparecían marcadas ojeras violáceas. En su cuello tirantes cuerdas que se refugiaban en la camisa color tabaco subido. Dejó caer el maletín al suelo. Sus rodillas perdieron fuerza y quedo a cuatro patas. Se arrastro hacía la salida. No podía entender. Tenía que ser una pesadilla.
Cuando salió a la calle comprendió. Todo había cambiado. Él había cambiado. El tiempo había pasado y su hedonismo no le había permitido advertirlo. Se le había ido el tiempo entre opulencias y banalidades. La vida se había marchado. De él sólo quedaban los innumerables trajes.
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