La máquina de
escribir suena y arranca palabras, algunas pausas y vuelve a sonar. El humo del
cigarrillo inunda la habitación. Papel pintado años sesenta y una decoración
cargada parecen abrigar el caos. Libros y notas desparramados como la maleza
que devora un jardín que dejó de cuidarse hace tiempo. Fue un hombre apuesto, de sonrisa amplia, seguro de sí mismo. Ahora las canas y la vejez le
han ganado la partida, una partida perdida de antemano, aunque nunca recuerda
haber pensado que el tiempo cumpliera su objetivo, desvanecerse. A veces, para y
mira algunos retratos llenos de polvo. Personas desaparecidas… la palabra
le hace sonreír. Por muchos libros que pudiera escribir jamás podría explicar esa desaparición. No logra comprender. Ni
siquiera haberse convertido en alcohólico le ha dado lucidez para comprender la nada de algo que existió. Vida finita, depredadora de existencias que se evaporan.
Hace tiempo
que le tiemblan las manos, limpia con el puño de la camisa el cristal de un pequeño
marco. Venido de lejos aparecen la imagen de una mujer hermosa abrazada a un
perro pequeño y lanudo. Se sirve un vaso de güisqui y lo apura. Un dolor ciego
le abrasa el estomago, aprieta el pequeño marco. Está cansado de intentar su
propia desaparición y parece que el destino se ríe del intento loco de un
hombre más.
Una prosa fluida: envuelve, cuida el matiz y narra... ¡Me encanta!
ResponderEliminarGracias Eduardo, Un Abrazo
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