Acaba de abrir la puerta, un sol tenue
entra y le ilumina la cara. La brisa le revuelve el pelo ondulado de color
castaño claro. Es un hombre alto de agradables facciones, ligeramente alargadas
y de ojos del color del cielo. Un sendero le lleva hasta el bosque, sus pasos
son decididos y su caminar elegante y ligero. No quiere mirar atrás porque
atrás ya no queda nada. Tiene fuerza, tiene energía para empezar de nuevo. Todo
aquello ya no existe, su mujer, sus hijas, forman parte de un pasado, algo que
se cruzó en el camino. Ahora la liberad se abre paso como una tormenta
inevitable.
Se equivocó, lo sabe. Se equivocó
muchas veces pero, también esos errores eran desconocidos, eran la lucha por sobrevivir, por alimentar un presente que se
marchó para siempre. Ahora se acercan a la cabecera de la cama donde yace un
cuerpo que no es el suyo, aquellas mujeres que nunca entendieron nada. Aquellas
mujeres que lo juzgaron siempre. Nunca hubo dialogo, ni preguntas, tampoco
respuestas. Aquellas mujeres nunca lo amaron, tampoco él las amó. La vida es
extraña. Ahora todo eso ya no importa. Deja escapar el aliento, su último
aliento. Esa realidad ya nada tiene que ver con él.
Corre hacia el bosque en busca de sí
mismo, sin ataduras, sin lamentos ni condiciones. Ya no tiene que mendigar una vida que, nunca fue suya, sino solo a
medias. Ahora solo es él y se aleja hacia el bosque. Antes de perderse entre los
altos árboles llama con voz clara a su perra, la que lo amó y la que lo sigue.