Rosario estaba sentada frente
a la ventana, parecía que miraba hacía un punto fijo, alguna cosa en el
exterior que llamaba su atención, pero en realidad sus ojos estaban perdidos. Con
la mano derecha cogió un cigarrillo que se llevo a la boca y lo encendió.
Aspiro largamente el humo y luego lo dejo en reposo sobre el
cenicero. En sus rodillas descansaban varias cuartillas manuscritas. El sobre que
ella misma había arrugado estaba tirado en el suelo. De fondo sonaba la música
de “protagonistas”, un programa de radio
un poco anticuado.
La carta podía ser de su
hermana que aún vivía en el pueblo. Como no recibía muchas siempre le causaban
recelo. Podían ser buenas o malas noticias. Su hijo estaba en el extranjero y nunca
le escribía cartas, si no que le llamaba por teléfono pero Rosario estaba
segura de que si le pasaba algo sería una carta lo que recibiera. El papel siempre
es mejor para las malas noticias. Eso es, al menos, lo que ella pensaba. Si era
de su hermana, como la pobre ya era mayor, le daba miedo que la carta fuese
una despedida. Las facturas de los servicios domésticos eran inconfundibles,
siempre traían una ventanita por donde asomaba su nombre y en ésta no aparecía. Como ya había tirado el
sobre, las cuartillas bailaban en sus manos sin atreverse a leerlas. La carta le
quemaba los dedos.
Rosario era considerada una
mujer extraña, dada a las melancolías, algo que a la gente tiende a asustarle.
Pero ella era así y no pensaba cambiar. Se levantó despacito, con las cuartillas
en la mano, lo que fuese, ya era inevitable… Las arrugó igual que había hecho
con el sobre y muy despacito las hundió en el cubo de la basura.
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