La tengo
sentada enfrente, en la cervecería Moritz, muy repeinada, con la raya del pelo
a un lado. Lleva un polo de color azul claro de Benetton que le hace las
facciones más mortecinas, más de lo que las tiene. En los labios tiene un
rictus de desagrado, cómo la que se acaba de comer una almendra amarga. A su
lado está sentado su marido, siempre con la sonrisa puesta, una sonrisa cómo de
prestado, podría decirse que no le pertenece, es una mueca, más que una sonrisa. No es de extrañar
que tenga esa expresión postiza con la mujer que tiene, no le debe dar muchas
alegrías, por no decir, ninguna. Hemos quedado porque ella, Mónica es su nombre,
quería pedirme la receta de un pastel de frutas que yo suelo hacer en las
reuniones de amigos, a las que ellos, una vez estuvieron invitados. Ahora
preferiría cortarme las venas.
─ Hola
Carmela, perdona que lleguemos tarde, es que Rogelio está de guardia (es
enfermero en un geriátrico) se nos había
quedado el móvil en casa y hemos tenido que volver ─dice Mónica, torciendo aún
más la boca, si cabe.
─ No te
preocupes Mónica, he aprovechado para dar un paseo por la nueva fábrica Moritz,
la han dejado muy bonita después de la rehabilitación ─le digo regalándole algo
de simpatía.
Sin muchos
preámbulos, me pide la receta de la tarta y mientras nos traen unas cañas empieza
su deliberación sobre críticas y descalificaciones de personas conocidas por
ambas partes. Yo intento dulcificar todo lo que puedo el momento, pero ella no retrocede.
Al final, cómo no consigue hacerme
participe de sus desvaríos y su mala lengua, me toca el turno a mí.
─ ¡Ay
Carmela! Cada día pareces más tonta, las veces que he tenido que defender tu
persona, porque mira, tú no quieres ver… pero los amigos te despellejan viva
cuando no estás en las reuniones, y yo, quizás por pena, o yo que sé porque,
pues siempre intento lavar tu imagen, dentro de lo que se puede ¡claro! Porque tampoco
te creas que se puede hacer mucho.
─ Mujer, ya será
para menos… Ya sé que no soy un dechado de virtudes pero no creo tener tantos
enemigos…
─ ¡Va! Lo que
yo digo ─mirando a Rogelio con sarcasmo ─esta chica es tonta… Por cierto te has
peinado de forma diferente ¿te has hecho la permanente?
─ No, quizás se
me ha rizado algo más el pelo por el verano…
─ No sé,
chica parece que hayas metido los dedos en un enchufe o se te haya caído el
secador en la bañera mientras estabas tú dentro ─suelta una carcajada gutural
Yo trago saliva
y miro a Rogelio, su marido, para ver si me echa un cable, pero este no es una persona, es un trozo de carne,
que a base de volverse invisible, para que no recaigan sobre él los sapos que
echa su mujer, se ha vuelto inconmovible, inmutable e inalterable. Dan ganas de
estrangularla a ella y de darle un guantazo a él. Al salir de la cervecería, me
digo como tantas veces , que esta es la última vez que tengo el detalle de
darle una de mis recetas… La sombra de Mónica esconde lo que yo llamo, una
envidia pueblerina.
Me suena. Todos tenemos una Mónica en nuestra vida.
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