Inspectora Carmela Bermúdez, esa soy yo. Me
gusta imaginarme cabalgando sobre mi intrépida montura para aniquilar el
crimen. Organizado y sin organizar, que abunda más. . Mi método de trabajo lo llevo yo y
lo hago como me da la gana. No hay informes mejor redactados que los míos. Si
no, que se lo pregunten a mi superior,
el Comisario Martínez. Justo en ese momento llevaba doce horas delante del expediente que me pasó
él mismo. Treinta y cuatro fotos de cadáveres, aún sin reconocer, de hombres y
mujeres maduros. También cuerpos de adolescentes de baja estofa, de los
arrabales de la ciudad. Viejos
marginados por su pobreza, gente que duerme en las calles o en los cajeros de
los bancos. Todos ellos encontrados regados
por la ciudad como colillas inmundas. Mujeres muertas a manos de sus parejas
sentimentales. Otros, simplemente, prefirieron entregar el alma a Dios por su
cuenta. En fin nada fuera de lo normal…
No hay nada interesante en lo que meter las narices.
Estos interfectos son, como yo digo, muertos de a pie, sin importancia, de esos
que pasan a mejor vida y todo continua igual. Los pasillos de esta comisaría
que está llena de desconchones, dan ganas de poner a pintar a unos cuantos
policías rasos y hasta algún cabo que otro. Buenos chicos todos, aunque si de mí
dependiera, estarían patrullando veinticuatro horas al día. Se de buena tinta,
porque además lo he escuchado con mis propios oídos, que no me pueden ni ver.
Pero lo que no saben es que eso precisamente es lo que más me gusta. Soy lo que
llaman mis queridos pupilos una tía insoportable y con un humor de perros. Eso,
cuando no me agarra la nostalgia. El pobre comisario siempre dice que no hay
quien me entienda y yo siempre le contesto que él es muy simple. Las cosas para
él son negras o blancas y de ahí no lo sacas. Con mi mente centrífuga, la
variedad de posibilidades, es inmensa y complicada hasta el infinito. En
propulsión ascendente. Me voy a tomar un café, el quinto de la mañana, que me
lo tengo merecido.
En esos momentos suena el timbre del telefonillo interior.
Contestó. ¡Joder, el comisario! El comisario, es un hueso duro de roer, aunque
conmigo es especialmente
considerado. También hay que decirlo, se acojona nada más verme. La verdad es
que si él tiene fama de carácter endiablado y burlón, yo tengo peor fama que
él. Así que nos llevamos bien dentro de una cordialidad.
─Buenos días, Carmela ¿Qué tal estamos hoy? ─pregunta con la voz ronca que le
caracteriza.
─La
verdad no hay gran variación desde ayer. Bueno, el caso del asesinato de una burguesita,
que vivía de rentas, según parece, por la zona de Tres Torres… ─le digo con
desgana.
─¿No
puede ser una falsa alarma?
─No
sé, pero la asistenta dice que está de color violeta y chorreando sangre.
Vamos, que digo yo, qué habría qué comprobarlo. ¿Es de nuestra jurisdicción?
─¿Es
que no sabe usted que la calle es nuestra, inspectora?
─¡Claro, claro! Por un momento lo había
olvidado, Comisario. Pues nada. Si a usted le parece bien, me pongo en camino
inmediatamente.
─Lo antes posible Carmela. Donde está metida
la burguesía y el capital la cosa esta jodida. Los ricos sólo quieren que todo
continúe igual y no ser salpicados por las inmundicias de la vida.
─¡Gentuza
Comisario! Los ricos son los primeros podridos de este país. ¿Cómo cree que se
hace el dinero? ¿Trabajando de inspectora de policía?
─No
me aburra Carmela. Usted y yo sabemos que no podríamos hacer otra cosa. Tenemos
alma aventurera...
─Bueno...
dejémonos de romanticismos que empieza a peligrar nuestra estabilidad emocional
y no estamos para zarandajas ─cambio de tema como la que no quiere la cosa, que
el comisario se empezaba a poner sentimental y eso si que no lo puedo tolerar ─Habrá
que solicitar al juez una orden de registro. Ya sabe que si no se sigue el
procedimiento luego todo son problemas.
─Haga
que se ocupe de eso el sargento Benítez, que debe estar tocándose las pelotas
en algún recóndito lugar de esta comisaría.
─A
sus órdenes comisario ─y me levanto de la silla haciendo un ruido infernal.