domingo, 3 de mayo de 2009

DOBLE VIDA


Blanca estaba sentada frente a su máquina de escribir, una olivetti portátil de color azul, tenía las manos muy quietas sobre el teclado, como si no supiera como continuar lo que estaba escribiendo. Su mano derecha hacía pequeños movimientos, eran como espasmos en los que sus dedos finos y largos tocaban delicadamente el teclado. Era como si estos fueran independientes de su mente y solo obedecieran a un impulso conocido del cuerpo, ellos por su cuenta querían moverse, teclear sobre la vieja Olivetti, escribir cosas que parecían muy importantes, quizás era una biografía, o una historia conocida, las manos de Blanca estaban seguras de saberlo, pero Blanca no. El alma de la mujer permanecía muy lejos de aquella habitación, sus recuerdos la transportaban a otro lugar distinto en el espacio y en el tiempo.

Tenía manos de pianista y un alma hecha para la música. Recordaba el piano de pared que se encontraba en el estudio de la casa de sus padres, hacía ya mucho tiempo de eso, ella tendría ocho años, estaba sentada sobre el taburete redondo que se podía graduar según la altura del que ejecutaba la música, en este caso estaba al máximo y los pies de Blanca llegaban con dificultad al suelo, sus manitas tocaban hábiles una pieza de Chopin , “tristeza” que era una de las preferidas de su padre. Él se encontraba sentado justo detrás de ella, en una silla alta con su pipa humeante atrapada entre sus labios y sujeta por su mano derecha. La niña ejecutaba la pieza magistralmente, daba la fuerza y también la suavidad requeridas en cada momento. Se sentía satisfecha de hacer feliz a su padre que la escucha en silencio con una leve sonrisa de satisfacción en sus labios. De vez en cuando daba una pequeña instrucción a su hija: “increscendo, fortemente”, “ritardando Blanca”.

De vuelta a la realidad las palabras de su padre retumbaban en su memoria como si todavía estuviera a sus espaldas y tratará de decirle alguna cosa, pero ¿qué? No podía recordar nada, su mente estaba vacía como un pozo ciego donde se asomaba pero no veía nada más allá de unos metros. La música volvió a sonar en su mente, “¡ahora!, piu forte” más fuerte, cada vez más enérgica, la música ya no era melodía, tronaba en su mente, rugía como una fiera acorralada. Blanca se llevó las manos a los oídos como queriendo parar los sonidos, pero las notas gritaban dentro de su cabeza, se movían como en un baile frenético, las negras, las blancas, corcheas, fusas y semifusas la golpeaban como cuerpos transformados y grotescos. Era un espectáculo dantesco sintió como la partitura se convertía, el papel se arrugaba y tomaba forma, se estiraba y se encogía para aparecer de pronto como un ser descabezado que intentaba atraparla, inconscientemente miró hacia atrás buscando la ayuda de su padre, pero él ya no estaba allí. Apretó las manos más fuertemente contra sus oídos pero no conseguía parar aquel sonido infernal, la música que ella tanto amaba se volvía contra ella, agarró sus orejas e intento arrancarlas, entonces notó como se iba su aliento, como se alejaban las fuerzas de sus músculos, se sentía desfallecer, todo se volvió negro y ya no recordó nada pero la música había dejado de sonar.

Unas campanas estaban sonando, podían ser las de una iglesia, daban las doce, abrió los ojos y pensó que había dormido demasiado aunque se sentía cansada, apartó las sabanas blancas protegidas igualmente por una colcha blanca, se sentó en la cama y se enfundó una bata de franela y unas zapatillas. ¡Ay! esto de soñar tanto no la dejaba descansar como era debido. A veces cuando despertaba por las mañanas pensaba que en realidad estaba dormida y que los sueños eran su verdadero entorno. El escenario de su vida parecía ligeramente modificado pero no sabría decir bien en qué consistía tal cambio. Fermina apareció por la puerta con una bandeja en la que portaba un vaso de leche humeante, un plato lleno de tostadas con mantequilla y mermeladas de varios sabores en tamaño individual como a ella le gustaban.
- Buenos días señora Blanca ¿Qué tal hemos dormido hoy? –dijo Fermina sonriente.
- Bien Fermina aunque lo de siempre… estos sueños que no me dejan descansar como es debido. ¿está todo en orden esta mañana?
- Claro, como siempre. Después de desayunar pase a la ducha. No se olvide de tomar su medicación que se la he dejado al lado de la taza de leche.
- No sé por qué siempre me tienes que recordar lo que he de hacer, para ti el tiempo parece que no haya pasado, te gusta tratarme como a una niña pequeña y ya no lo soy. –dijo Blanca con un mohín infantil haciendo ver que se molestaba.
Fermina puso la bandeja en una mesa individual con ruedas y la acercó a la cama donde seguía sentada Blanca. Esta desplegó la servilleta y se la puso sobre las piernas apoyando sus manos sobre ella. Mientras Fermina salía por la puerta del dormitorio, Blanca ya no la vio, sus recuerdos la llevaron de nuevo a su estudio de música. Estaba atardeciendo y un sol anaranjado entraba por la ventana, ella se disponía a tocar una pieza muy bonita de Debussy: Claro de luna. Sus manos reposaban con delicadeza, igual que ahora, únicamente la vieja Olivetti había desaparecido y el teclado era el de su piano, había estudiado con dedicación aquella pieza para hacerla sonar en la manera en que solo debe ser escuchada, en comunión con el universo, cada nota en su tiempo, cada tiempo en su espacio, su padre volvía a estar a su espalda, sonriendo. Ella lo miro un momento antes de ejecutar la pieza, como para que él le indicase el comienzo. El humo de su pipa se tornaba rojizo por efecto de la luz, todo estaba bañado en una neblina dorada, el hombre llevaba el cabello tirado para atrás y su tono castaño se acentuaba aún más dándole unos reflejos dorados, las piernas cruzadas, dejaban al descubierto sus botas que invariables guiaban a su hija el compás con sus movimientos, siempre usaba polainas de un color más subido que el de sus botas, seguidas de un pantalón impecablemente planchado. Un chasquido suave de sus dedos mostró el comienzo.
CONTINUARA........

CITA MÉDICA


Lo primero que hacía al entrar en su despacho era comprobar que todo estaba en su sitio. No se fiaba de nadie. La caja fuerte y el cajón derecho de su secreter donde guardaba su colección de corbatas eran su obsesión.
El telefonillo interior sonó tres veces. Gerardo Montilla Doctor en psiquiatría contestó.
- Diga Amparo ¿Qué quiere?
- Doctor la señora de Padrón está aquí. Dice que tiene hora para las siete. Yo le digo que no, pero ella insiste.
- Enseguida la atiendo. Dile que pase a la salita y que se lea una revista del corazón.
El Doctor Montilla se puso las manos en las sienes con gesto apesadumbrado. Estaba harto de que la tal señora se presentase cuando le venía en gana. Llevaba más de ocho años atendiéndola con visitas, terapia y medicación. Le dejaba unos buenos dineros pero se había convertido en una losa.

Se levanto de su sillón, fue hasta la estantería del fondo, abrió un tarro con antidepresivos, se echo dos a la boca y se sirvió un whisky. Se lo bebió de un trago. Aquello le recomponía para aguantar a los pacientes y sobre todo a gente como la señora Padrón. Miró la botella, pensó un instante y se sirvió otro. Este para no perder los nervios, pensó.

La señora Padrón estaba acostumbrada a hacer lo que le venía en gana. De condición burguesa, nunca había trabajado, primero estuvo bajo la protección de su padre y luego de su marido. Ya viuda y con los hijos fuera del país, que por lo que dicen las malas lenguas habían huido de la madre como de la peste, se pasaba el día ociosa y observando su repertorio de enfermedades. No la aguantaba ni la chica de servicio. La verborrea matutina de la tal señora era para desquiciar a un sordo. Después de la comida se trasponía un poco, pero a la que se tomaba el café cargaba con más energía. Como hacía años que no quería escucharla ni el párroco, pagaba al Doctor Montilla.
El doctor Montilla se tambaleó ligeramente al dirigirse hacia su escritorio. Le costó apretar el botón del interfono porque el whisky le producía visión doble.
- Amparo haga el favor de decir a la señora Padrón que pase.
- Enseguida Doctor. – transcurridos unos minutos unos minutos la enfermera se volvió a comunicar con su jefe. – la señora dice que se espere un momento que le ha dado un ligero mareo acompañado de unas visiones desconocidas. Me dice que últimamente padece de terrores nocturnos.
- Pero si son las siete de la tarde. Cuando se recupere la hace pasar. –dijo camino de la estantería y apoyado contra la pared se sirvió el tercero.
Una vez hubo conseguido volver a su sillón se puso a pensar lo de todos los días. Que había equivocado su profesión. A él le hubiera gustado ser policía o como mínimo ladrón o agente de la CIA. Pero psiquiatra… se le había puesto el culo gordo de estar en aquel maldito sillón. Se retorcía las manos con nerviosismo, la mezcla del alcohol con los antidepresivos seguía su curso. Dos golpecitos en la puerta le indicaron que la paciente estaba al otro lado.
- Adelante Amparo. – dijo el psiquiatra con la voz un poco gangosa.
Amparo traía a la señora Padrón del brazo que se apoyaba cansinamente en la extremidad de la enfermera, dando largos suspiros.
- Doctor Montilla le he administrado el valium de diez mg vía intravenosa que usted le tiene prescrito antes de la terapia. –dijo Amparo acomodando a la señora Padrón en el diván, que miraba hacia la pared.
- Gracias Amparo. Puede retirarse.
La verborrea de la señora era impresionante, ni el valium le hacía efecto. Removía la cabeza en el diván queriendo mirar al doctor. Si algo no le gustaba de aquellas consultas era mirar hacia una pared.
- Estese quieta mujer que se va a hacer daño. Aunque no lo crea el hecho de que no nos veamos las caras es más efectivo. –dijo pensando que sobre todo era efectivo para él. –diga ¿como se encuentra?
- ¡ay! Doctor como me voy a encontrar. Como siempre. Ahora mismo le decía a Amparo, que por cierto, le tendría que llamar la atención sobre su aseo personal. Me ha parecido que olía un poco. Bueno lo que le decía, que me parece que tengo terrores nocturnos. Dios mío, pues no se me apareció mi difunto marido el otro día y empezó a exigirme los derechos conyugales. Que mal lo pasé doctor, no se puede imaginar, si no me ponía en vida ya me dirá usted con el rictus mortis dibujado en la cara. Además cada día estoy peor de la paranoia. Creo que me persigue la comunidad de vecinos y el presidente el otro día me dio a entender que quiere tener relaciones conmigo.
- Usted lo que tiene es un calentón. –dijo el doctor Montilla sin poder contenerse, que además se le trababa la lengua y cada vez estaba más nervioso.
- Un calentón lo tendrá usted. Yo soy una enferma. ¡Ay! Perdone doctor es que últimamente pierdo los nervios por cualquier cosa. Yo creo que la medicación no me hace nada. Hablando de otra cosa esa enfermera suya y no es cosa mía, tiene flatulencias. Si yo fuera usted me la quitaba de encima además no es por nada pero no es nada agraciada. –dijo la señora Padrón intentando girarse en el diván.
El Doctor Montilla manoseaba la seda suave de su corbata, empezó a desabrochársela y suavemente la deslizo por el cuello de su camisa, aunque su visión ya no le respondía como era debido aun podía apreciar su textura y su colorido. Abrió el cajón donde guardaba su colección. Guardo la que tenía en la mano y eligió otra. Primero la acaricio u luego la retorció entre sus manos para luego tensarla como había visto hacer en las películas. La conversación de la paciente pasó a ser el cántico de un rosario. Su vista iba de las corbatas al cuello de la burguesa hipocondriaca. Lentamente se le acercó por detrás.
- Señora Padrón le voy a cambiar la medicación. –sin dejarla hablar le pasó la corbata de diseño alrededor del cuello y apretó. Apretó. Esta se retorcía como una culebra en el diván. Cuando dejó de hacerlo y dio el último estertor el Doctor Montilla llamó por el interfono a su enfermera.
- Amparo haga el favor de venir. Le he cambiado la medicación a la paciente y me parece que está un poco indispuesta.
- Ahora mismo voy Doctor.
Cuando Amparo entró se dirigió al diván y puso sus dedos índice y corazón sobre el cuello de la paciente.
- Otra que se nos ha marchado Doctor. ¿la pongo con los demás?
- Claro, Amparo, claro. Dijo el Doctor Montilla sirviéndose otro whisky.

domingo, 19 de abril de 2009

RECODARÁS (continuación)


Ignacio hundió la cara entre sus manos un poco más, ahora todo eso quedaba viejo, lejano aunque lacerante igual que antes, que siempre. Daría lo que fuera por dejar de existir en ese preciso momento, sin demora, traspasar la vida para llegar al vacío absoluto. Pero no, allí estaba como el peor de los cobardes, apenas aguantando el llanto como un niño al que le han tirado al fuego el juguete que más amaba. Sólo que esta vez no había sido su padre quien lanzase a las llamas aquel caballo de cartón piedra, esta vez era él mismo el destructor, el exterminador de la belleza que traga con voraz apetito lo más querido, como Saturno tragó a sus hijos. Apretó aún más los labios y algo semejante a un gemido sordo estalló en su pecho sin que él pudiera hacer nada. Toda la rabia, una pena negra, honda salió a borbotones por su boca como una fuerza imposible de parar, como un alud, como el vómito de un borracho. Lloró y lloró y el llanto se extendió por todo su cuerpo como un temblor en la tierra, el sonido recorría el aire, la tragedia de su vida era como un teatro de actores deformes sin público, se había quedado solo, de alguna manera siempre lo quiso así. Incapaz de pensar en merecer alguna cosa que no fuera dolor. Algo se había roto para siempre en el corazón de aquel hombre hecho fiera por mandato expreso de su inconsciencia. Era extraño ver a una persona de su corpulencia desmoronarse como un muñeco quebrado. “Ignacio, hijo, parece que tu padre ha vuelto a buscarte, quizás debas ir con él a cazar” como en un espejismo le pareció escuchar la voz de su madre. Ya no recuerda su edad, ni sabe a ciencia cierta dónde está. Lo único que sabe es que a sus espaldas duerme el horror más infinito.
Ignacio era un buen albañil, un profesional muy respetado dentro del mundo de la construcción. Todos sus compañeros le temían y respetaban por ser un hombre a veces un tanto violento si se le discutían sus decisiones, era un poco impetuoso, el trabajo lo llevaba bien, incluso a veces era afable pero el humor podía variarle en cuestión de minutos. Creía que las cosas se debían hacer exactas y exigía esto tanto a sí mismo como a los demás, siempre dentro del respeto, imponía su criterio. Su familia era intocable y nadie podía hacer referencia a lo que consideraba exclusivamente suyo. Celoso de su mujer hasta extremos enfermizos nadie osaba hablar de ella, aunque los pocos que la habían visto decían que era de una gran belleza. Para los peores trabajos, los de más riesgo, mayor responsabilidad, en el andamio, colgado del arnés siempre estaba Ignacio. Nunca se hacía para atrás en nada, siempre llevaba consigo, grabadas en su piel las palabras de su padre: “antes muerto que ser un cobarde” A la hora de los almuerzos gustaba incluso de contar chistes y hacer bromas con los compañeros y subordinados. Todos reían si había que reír y todos callaban si había que callar. Donde estaba Ignacio siempre existía una especie de tensión que se percibía en el ánima de todos aquellos que le rodeaban.
Ignacio se casó enamorado con una mujer realmente hermosa, él estaba orgulloso de tener una hembra así a su lado pero a la vez le producía picazón que alguien la mirará, tenía celos de hombres y mujeres que posaban los ojos en la belleza un tanto pálida y dulce de la esposa. Era celoso con todo lo que la rodeaba y la mantenía alejada del mundo, la asfixiaba con su protección. Blanca, que así se llamaba, le había dado una hija que poseía la belleza de su madre, sus ojos profundos y silenciosos y los cabellos iguales a los de él, largos tirabuzones del color de las almendras. Ignacio creía que esos dos seres eran lo que más amaba, que por ellos moriría y mataría, quizás no sabía hacerlo, quizás en algún momento su corazón había dejado de sentir, acaso quedó atrapado para siempre en su habitación de niño.
Ignacio separo sus manos de la cara, por primera vez se las miro bien aquella noche, tenía sangre seca entre sus dedos. Cogió un trapo de cocina que descansaba sobre la mesa y se enjugo las lágrimas, se levanto despacio y solo entonces comprendió lo que apretaba entre las piernas: la pistola de su padre, recordó durante unos instantes como pasaba horas dedicado a su limpieza, ahora era suya, paso su mano manchada de sangre suavemente por el frío acero, como se acaricia a un perro fiel que ha de hacerte el último favor, se la llevó a la sien, separó el percutor muy despacio y su índice derecho apretó el gatillo. El cuerpo de Ignacio fue despedido hacía atrás, como empujado por una fuerza invisible y mientras caía, en lo que fueron segundos transcurría la eternidad y recordó.
Al otro lado de la cocina estaba situado el comedor, con una decoración humilde pero acogedora, un jarrón lleno de flores aparecía tumbado sobre la mesa, el agua vertida mojaba la madera y parte de la alfombra, en un lugar de esta convergían al agua y un charco de sangre formando una mancha grotesca. Sobre el sofá, como antes el padre deIgnacio, yacía ahora Blanca como una muñeca rota, la sangre aún caliente manaba de su pecho y hacía el recorrido hasta la alfombra, la cara abultada por los golpes no se parecía en nada a la hermosa mujer que fue. Una mano agarraba fuertemente un osito de peluche como el último aliento de una madre para defender a su cría. Siguiendo el pasillo, una habitación toda pintada de rosa, más peluches sobre una repisa, un tocador infantil con una muñeca, esta hacía como que se atusaba el pelo delante de un espejo imaginario. Sobre la cama llena de lápices de colores se mezclaban con la sangre de el cuerpo sin vida de una niña de tirabuzones del color de las almendras.

viernes, 17 de abril de 2009

COMUNICADO


¡Buenos días a todos mis lectores!
Soy Carmela Bermúdez, como ya saben la ilustre inspectora de policía, tengo el disgusto de comunicarles a todos sin excepción, que mi directora espiritual la Sra. Vientos le sale de lo más hondo seguir con la historia de Caso policial Oregón Basic, o sea el descubrimiento del asesinato del tal Ernesto Gutiérrez, en el más estricto silencio profesional y judicial. Yo por descontado no estoy de acuerdo, única y exclusivamente por mi ego personal, aunque comprendo que los casos policiales deben llevarse así pero la verdad es que me jode un ovario. He intentado convencer a esta prepotente de que es importante el seguimiento del caso por parte de los lectores, que a veces pueden esclarecer algún punto de vista. Pero la tal señora Vientos dice que los lectores casi todos son miopes y no ven tres en un burro, yo prefiero no discutir porque con mi carácter seguro que llegaríamos a las manos y al fin y al cabo es la referida la que me da el alimento tanto espiritual como físico. Así que no me queda más remedio que acatar ordenes. Cuando el caso esté cerrado yo misma lo expondré sea de viva voz o en forma de novela que ustedes muy amablemente compraran en sus quioscos. Eso sí tengo autorización para hablar de cualquier otra cosa que me salga de los cojones y además puedo muy bien contestar a las preguntas, que no tengan que ver con el caso que Oregón Basic claro, que el personal tenga a bien hacerme o que yo considere oportuno meter mis narices. Entiendo de todo, les aviso y mi criterio es infalible. Sin más que comunicarles por hoy... ya vendrán días mejores... ¡coño! otra vez me llama el Comisario Martínez... es que todo lo tengo que hacer yo en este antro de flojera y molicie... Por cierto en la foto adjunta estoy un pelin retocada con photoshop pero nada que desvirtue mi belleza personal.
- inspectora no me joda -dice el comisario entrando por la puerta del despacho de Carmela y soltando una carcajada cavernosa -si esa es la foto de Angelina Joli vestida para matar ¿no pensará decir que es usted?
- ya empezamos con las tonterias ¿a usted le han tocado la cara alguna vez comisario?

jueves, 16 de abril de 2009

RECORDARÁS


Ignacio Rodríguez permanecía muy quieto sentado en un taburete de su cocina, las piernas muy juntas y apretadas como si quisiera retener algo entre ellas. Los codos apoyados en la mesa, sobre la que se hallaba un cenicero repleto de colillas y un cigarro que se consumía sólo, como un cuerpo despellejado y sin vida. Ignacio mantenía el rostro refugiado entre sus manos, unas manos grandes y curtidas por el trabajo en la obra. Un sonido apenas audible, como un sollozo entrecortado salía de sus labios, aunque los mantenía apretados con fuerza como si quisiera impedir que saliera de ellos cualquier palabra, cualquier grito, porque no soportaba su propio dolor, porque no resistía escuchar su propia voz, porque necesitaba ahogar todo aquel sufrimiento sin escuchar ningún sonido que proviniese de su cuerpo, porque tanto odio hacia sí mismo no podía ser albergado en el alma, sin que está se corrompiese.
Esto debía ser el infierno tantas veces descrito por los curas en el colegio donde solo curso estudios primarios, porque lo único que quería su padre es que trabajase con él en la obra. Una ráfaga de rencor recorrió su espalda al recordar a su progenitor tantas veces aborrecido y temido. Tantas veces también amado. Él que era un ignorante pensó que era verdad lo que los leídos y los estudiados decían: que del amor al odio solo hay un paso. Recordó como de niño miraba a su padre a hurtadillas porque de frente nunca se atrevió. Le gustaba mirar sus manos fuertes y callosas por el trabajo, muy parecidas ahora a las suyas propias, la manera en que cortaba el pan con su navaja, con mango de nácar y hoja curva y afilada. La manera en que lo sentaba a veces sobre sus rodillas para decirle que en la vida solo se vive para ganar, que para perder es preferible estar muerto. Que nunca se le ocurriera ser un cobarde y que tenía que aprender a aguantar el dolor sin quejarse, “si algún día te veo llorar te mato a correazos” Cuando escuchaba a su padre decir esto un frío recorría su cuerpo de niño pero se decía a si mismo que debía actuar como la estatua que quedaba en la plaza, que ni sentía, ni movía músculo alguno, que ni para ella ni para él no existía el dolor. Ignacio sólo deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él y el corazón se le hacía tan grande en el pecho que creía firmemente que le iba a estallar, era capaz de amar a su padre desde el fondo de un pozo, aunque no tuviera escapatoria y solo pudiera dejarse caer. Otras veces, su madre con ternura le cogía la cara entre sus manos y decía: “Ignacio entra en tu habitación y no salgas ni hagas enfadar a tu padre” ya sabía que su progenitor llegaba ebrio a casa después de lo que él llamaba un día de perros, pisado por el patrón, dudosamente burlado por los compañeros o si se terciaba en su delirio alcohólico con una cornamenta en la cabeza por culpa de su mujer que lo ponía en evidencia ante sí mismo y delante del mundo. Entonces Ignacio se refugiaba en su cuarto, se encogía sobre si mismo entre la cama y la mesita de noche, con las manos se tapaba los oídos para no sentir los golpes que su padre daba en las puertas, los muebles, las paredes y sobre todo para no escuchar los que caían sobre el cuerpo roto de su madre. Estos eran secos como si sonaran desde otro mundo, el sonido era aterrador, era como un eco entre las montañas y el dolor de su madre como si la tierra se abriera y pudiera observar el abismo abierto bajo sus pies. Pasados unos minutos se producía el silencio más absoluto y el espanto más inhumano, para dar paso a la figura inmensa y tambaleante de su padre en el quicio de la puerta de su propia habitación, a contra luz, como un dios castigador. Los párpados hinchados por el alcohol, los ojos inyectados en sangre, la boca abierta, babeante y escupiendo el veneno de las palabras, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, como un animal rabioso en reposo, en una de sus manos firmemente agarrada la correa de cuero que usa para apretarse el pantalón. De pie, oscilando como un péndulo, borracho y sudoroso, exaltado por la violencia, pronuncia su nombre. Ignacio se encoge aún más, como un perro acorralado que sabe que la mano de su amo va ser implacable, que no recibirá de él ni una sola caricia sino los latigazos y las patadas a las que está inevitablemente destinado. Pero al igual que un perro que no conoce más fe que la de su amo recibe un golpe tras otro con los dientes apretados, la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo. No sale de su boca un solo quejido, cuando su padre agotado en su propio odio se cansa y se retira profiriendo insultos que ya ni él mismo oye. Se deja caer en el sofá exhausto y abatido, dormitando sobre su propio hedor a alcohol, sudor y sangre. Solo en ese instante Ignacio llora con un silencio absoluto…solo perceptible a las almas del purgatorio.
A Ignacio se le va a conceder un tiempo muerto, como una cámara que ha quedado en pausa, que le otorga la providencia...

viernes, 10 de abril de 2009

Lobo


Sentía como si su alma se hubiera liberado de nuevo; podía volverá a ser fiel a sí mismo. Después del duro tiempo de cautiverio sus cadenas se habían roto. Ahora estaba en paz con la naturaleza y con Dios. Ahora podía cuidar de su manada otra vez, velar por las hembras y los cachorros recién paridos. Dirigir la caza junto a sus camaradas para dar de comer a todos y cada uno de sus hermanos. Estaba más hermoso que nunca.
Lobo adquirió una costumbre bastante regular de cantar durante las horas del crepúsculo y antes de iniciar las expediciones de caza. El hecho de la lanzar su voz al cielo le llenaba de alborozo, era una manera de agradecer al universo la fuerza de su mundo, la sabiduría de la naturaleza. Un adiós al sol que se ponía, una ansiosa aceptación al reto de la existencia. En aquellos momentos, recordaba a menudo su primera canción, aún cachorro y también la canción triste de su encierro cuando el amado sol se escondía a través de los barrotes de su jaula. Aquello quedaba atrás. Y ahora cantaba libremente y lo hacía a menudo a la vista de su esposa Loba, sus cuatro lobeznos y del anciano de la manada.
Gustaba de observar de reojo al resto de sus compañeros. Anciano evitaba cuidadosamente mirar a Lobo, el viejo macho procuraba dar la impresión de que atención estaba centrada en algo remoto. La nostalgia de su antigua soberanía y la creciente admiración por aquel macho joven y valiente. Capaz de comerse el mundo, cuando lo miraba a la caída del sol le recordaba a él mismo muchos años atrás. Indudablemente la fuerza del universo estaba en aquel canto como lo estuvo en el suyo propio.
Un aire extraordinariamente fría empezó a soplar sobre la llanura y en los valles montañosos. La respiración del ártico. Lobo no recordaba un frío tan intenso. Anciano sí, de esta manera perpetuaba su juventud. Loba se apretó contra el robusto cuerpo de su esposo, este se giro hacía ella y le lamió cariñosamente los labios. La nieve crujía bajo sus patas cuando se dirigió a la manada, le gustaba tanto escuchar sus propios pasos que anduvo arriba y abajo, paseando orgulloso delante de los demás. Luego se quedó muy quieto durante un largo tiempo imitando a la eternidad. Era hora de buscar el alimento para su familia y sus compañeros, el poder del destino estaba escrito en el cielo y solo tenía que seguir su rastro.

martes, 3 de marzo de 2009

4 Carmela Bermúdez, inspectora de policia


Conexiones inexplicables

Ernesto Gutiérrez era, efectivamente como decía el comisario Martínez, un empresario y potentado industrial del mundo de la lencería. Había llevado a cabo en los últimos años un ascenso impresionante de la marca que regentaba: Annita Oregón basic. Se estaban esperando los datos que pudiera aportar la autopsia, pero era de esperar que la muerte, no fuese de ninguna de maneras natural, sino más bien un crimen, que por ahora seguía impune. Según las fotos que la inspectora Bermúdez tenía en su poder para hacer el consabido estudio minucioso, se le había encontrado atado a la cama únicamente por las manos y el resto del cuerpo mantenía una postura fetal, quizás por el dolor que el finado podría haber sentido ante el pedazo de supositorio que alguien, posiblemente el asesino le había introducido en el recto, haciendo que el cuerpo se encogiese para adoptar dicha postura y además se deshiciese de algunos gases que por cierto, aún reinaban en el ambiente. Como sabemos, el cadáver estaba vestido con un conjunto de la última colección que lleva su marca. Sujetador y bragas con unos encajes bordados monísimos que llevaban incorporados la cinta para sujetar las ligas, que también se encontraban en el cuerpo del Sr. Gutiérrez acompañando unas vistosas medias de seda de la misma marca. Los pies se veían enfundados en unos altísimos zapatos de tacón de aguja que se habían quedado un poco retorcidos, imaginamos por los movimientos contorsionistas del empresario antes de expirar.
La inspectora Bermúdez tiró las fotos, que cayeron en forma de abanico, sobre la mesa del comisario y metiendo la mano en el bolso se tomó el segundo tranquimazin del día.
- Esto no me gusta nada jefe. Para mí que este es un crimen pasional donde los hayan. No le importaría servirme un whisky de esos que tiene usted guardado para las ocasiones especiales…
- Me tiene usted preocupado Carmela con esas pastillas… y encima quiere meterse en el cuerpo el líquido alcohólico de mi propiedad. Que yo sepa esta no es ninguna ocasión que merezca tal celebración. –dice el comisario intentando persuadir a su subordinada.
- Es que hoy es mi cumpleaños… –dice Carmela con una tosecilla que esconde una mentira como un piano.
- Acabáramos, no se hable más. –dice el comisario abriendo el cajón de su secreté para sacar un chivas reserva, que le regaló un detenido para interrumpir un interrogatorio que se estaba poniendo un poco violento. –los hechos que aquí nos traen por el camino de la amargura y sobre todo su cumpleaños son suficientes para pegarnos un lingotazo de este oro líquido y hasta dos, que hoy estoy esplendido… y ¿de cuántos añitos estamos hablando inspectora? Ya puestos los informes sobre la mesa será mejor que disfrutemos de toda la información. –acabando la frase con sorna.
- No me toque los cojones jefe con el rollo de la edad, usted ponga el whisky en el vaso que lo demás son menudencias. De todas formas ya sabe que yo soy una mujer de mi tiempo y hoy en día lo que cuenta es la inteligencia… sí, sí… también la belleza, de la que no carezco, por cierto. –dice impávida Carmela atusándose el pelo.
Como el comisario ya se había llevado el contenido del vaso a la boca, al oír aquella sarta de tonterías no pudo evitar pegar un bufido extendiendo el contenido directamente sobre el careto de la inspectora Bermúdez, quien en un acto reflejo, pues siente verdadero cariño hacía su superior, le atizo un puñetazo en todas las narices. El impacto no fue excesivo por encontrarse la mesa mediando entre los dos.
- ¡coño Carmela! Haga el favor de contenerse o la detengo por desacato y agresión a la autoridad.
- Es usted al que habría que denunciar por abuso de poder e intimidación del personal a su cargo y encima tratándose de una inspectora.
- Ande, ande… dejemos esto en un mal entendido y vamos a brindar por que el caso se resuelva lo antes posible. Este es un asunto de suma importancia en el mundo empresarial y ya están jodiendo desde las altas esferas para que caigan cabezas, así que por muchos años y a trabajar. De momento tendríamos que hacerle una visita a su secretaría y posible amante para escuchar su versión de los hechos ¿no le parece?
- Eso está hecho jefe. Déjeme a mí a esa tortolita, que le voy a retorcer el pescuezo como un pichón al jerez, la muy …
- No haga tonterías que no está el horno para bollos. Sea cariñosa y tenga mano izquierda que a veces se consigue más. Y no olvide que es una cuestión que seguramente nos llevará a la burguesía sino más alto.
- A la secretaria me la meriendo yo. –dice la inspectora Bermúdez saliendo por la puerta, no sin esfuerzo, pues los tranquimazin y el whisky estaban haciendo su efecto. –ja, ja, ja, retumbó su risa con un tono infernal por todo el pasillo de comisaria…