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jueves, 16 de abril de 2009

RECORDARÁS


Ignacio Rodríguez permanecía muy quieto sentado en un taburete de su cocina, las piernas muy juntas y apretadas como si quisiera retener algo entre ellas. Los codos apoyados en la mesa, sobre la que se hallaba un cenicero repleto de colillas y un cigarro que se consumía sólo, como un cuerpo despellejado y sin vida. Ignacio mantenía el rostro refugiado entre sus manos, unas manos grandes y curtidas por el trabajo en la obra. Un sonido apenas audible, como un sollozo entrecortado salía de sus labios, aunque los mantenía apretados con fuerza como si quisiera impedir que saliera de ellos cualquier palabra, cualquier grito, porque no soportaba su propio dolor, porque no resistía escuchar su propia voz, porque necesitaba ahogar todo aquel sufrimiento sin escuchar ningún sonido que proviniese de su cuerpo, porque tanto odio hacia sí mismo no podía ser albergado en el alma, sin que está se corrompiese.
Esto debía ser el infierno tantas veces descrito por los curas en el colegio donde solo curso estudios primarios, porque lo único que quería su padre es que trabajase con él en la obra. Una ráfaga de rencor recorrió su espalda al recordar a su progenitor tantas veces aborrecido y temido. Tantas veces también amado. Él que era un ignorante pensó que era verdad lo que los leídos y los estudiados decían: que del amor al odio solo hay un paso. Recordó como de niño miraba a su padre a hurtadillas porque de frente nunca se atrevió. Le gustaba mirar sus manos fuertes y callosas por el trabajo, muy parecidas ahora a las suyas propias, la manera en que cortaba el pan con su navaja, con mango de nácar y hoja curva y afilada. La manera en que lo sentaba a veces sobre sus rodillas para decirle que en la vida solo se vive para ganar, que para perder es preferible estar muerto. Que nunca se le ocurriera ser un cobarde y que tenía que aprender a aguantar el dolor sin quejarse, “si algún día te veo llorar te mato a correazos” Cuando escuchaba a su padre decir esto un frío recorría su cuerpo de niño pero se decía a si mismo que debía actuar como la estatua que quedaba en la plaza, que ni sentía, ni movía músculo alguno, que ni para ella ni para él no existía el dolor. Ignacio sólo deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él y el corazón se le hacía tan grande en el pecho que creía firmemente que le iba a estallar, era capaz de amar a su padre desde el fondo de un pozo, aunque no tuviera escapatoria y solo pudiera dejarse caer. Otras veces, su madre con ternura le cogía la cara entre sus manos y decía: “Ignacio entra en tu habitación y no salgas ni hagas enfadar a tu padre” ya sabía que su progenitor llegaba ebrio a casa después de lo que él llamaba un día de perros, pisado por el patrón, dudosamente burlado por los compañeros o si se terciaba en su delirio alcohólico con una cornamenta en la cabeza por culpa de su mujer que lo ponía en evidencia ante sí mismo y delante del mundo. Entonces Ignacio se refugiaba en su cuarto, se encogía sobre si mismo entre la cama y la mesita de noche, con las manos se tapaba los oídos para no sentir los golpes que su padre daba en las puertas, los muebles, las paredes y sobre todo para no escuchar los que caían sobre el cuerpo roto de su madre. Estos eran secos como si sonaran desde otro mundo, el sonido era aterrador, era como un eco entre las montañas y el dolor de su madre como si la tierra se abriera y pudiera observar el abismo abierto bajo sus pies. Pasados unos minutos se producía el silencio más absoluto y el espanto más inhumano, para dar paso a la figura inmensa y tambaleante de su padre en el quicio de la puerta de su propia habitación, a contra luz, como un dios castigador. Los párpados hinchados por el alcohol, los ojos inyectados en sangre, la boca abierta, babeante y escupiendo el veneno de las palabras, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, como un animal rabioso en reposo, en una de sus manos firmemente agarrada la correa de cuero que usa para apretarse el pantalón. De pie, oscilando como un péndulo, borracho y sudoroso, exaltado por la violencia, pronuncia su nombre. Ignacio se encoge aún más, como un perro acorralado que sabe que la mano de su amo va ser implacable, que no recibirá de él ni una sola caricia sino los latigazos y las patadas a las que está inevitablemente destinado. Pero al igual que un perro que no conoce más fe que la de su amo recibe un golpe tras otro con los dientes apretados, la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo. No sale de su boca un solo quejido, cuando su padre agotado en su propio odio se cansa y se retira profiriendo insultos que ya ni él mismo oye. Se deja caer en el sofá exhausto y abatido, dormitando sobre su propio hedor a alcohol, sudor y sangre. Solo en ese instante Ignacio llora con un silencio absoluto…solo perceptible a las almas del purgatorio.
A Ignacio se le va a conceder un tiempo muerto, como una cámara que ha quedado en pausa, que le otorga la providencia...