domingo, 19 de abril de 2009

RECODARÁS (continuación)


Ignacio hundió la cara entre sus manos un poco más, ahora todo eso quedaba viejo, lejano aunque lacerante igual que antes, que siempre. Daría lo que fuera por dejar de existir en ese preciso momento, sin demora, traspasar la vida para llegar al vacío absoluto. Pero no, allí estaba como el peor de los cobardes, apenas aguantando el llanto como un niño al que le han tirado al fuego el juguete que más amaba. Sólo que esta vez no había sido su padre quien lanzase a las llamas aquel caballo de cartón piedra, esta vez era él mismo el destructor, el exterminador de la belleza que traga con voraz apetito lo más querido, como Saturno tragó a sus hijos. Apretó aún más los labios y algo semejante a un gemido sordo estalló en su pecho sin que él pudiera hacer nada. Toda la rabia, una pena negra, honda salió a borbotones por su boca como una fuerza imposible de parar, como un alud, como el vómito de un borracho. Lloró y lloró y el llanto se extendió por todo su cuerpo como un temblor en la tierra, el sonido recorría el aire, la tragedia de su vida era como un teatro de actores deformes sin público, se había quedado solo, de alguna manera siempre lo quiso así. Incapaz de pensar en merecer alguna cosa que no fuera dolor. Algo se había roto para siempre en el corazón de aquel hombre hecho fiera por mandato expreso de su inconsciencia. Era extraño ver a una persona de su corpulencia desmoronarse como un muñeco quebrado. “Ignacio, hijo, parece que tu padre ha vuelto a buscarte, quizás debas ir con él a cazar” como en un espejismo le pareció escuchar la voz de su madre. Ya no recuerda su edad, ni sabe a ciencia cierta dónde está. Lo único que sabe es que a sus espaldas duerme el horror más infinito.
Ignacio era un buen albañil, un profesional muy respetado dentro del mundo de la construcción. Todos sus compañeros le temían y respetaban por ser un hombre a veces un tanto violento si se le discutían sus decisiones, era un poco impetuoso, el trabajo lo llevaba bien, incluso a veces era afable pero el humor podía variarle en cuestión de minutos. Creía que las cosas se debían hacer exactas y exigía esto tanto a sí mismo como a los demás, siempre dentro del respeto, imponía su criterio. Su familia era intocable y nadie podía hacer referencia a lo que consideraba exclusivamente suyo. Celoso de su mujer hasta extremos enfermizos nadie osaba hablar de ella, aunque los pocos que la habían visto decían que era de una gran belleza. Para los peores trabajos, los de más riesgo, mayor responsabilidad, en el andamio, colgado del arnés siempre estaba Ignacio. Nunca se hacía para atrás en nada, siempre llevaba consigo, grabadas en su piel las palabras de su padre: “antes muerto que ser un cobarde” A la hora de los almuerzos gustaba incluso de contar chistes y hacer bromas con los compañeros y subordinados. Todos reían si había que reír y todos callaban si había que callar. Donde estaba Ignacio siempre existía una especie de tensión que se percibía en el ánima de todos aquellos que le rodeaban.
Ignacio se casó enamorado con una mujer realmente hermosa, él estaba orgulloso de tener una hembra así a su lado pero a la vez le producía picazón que alguien la mirará, tenía celos de hombres y mujeres que posaban los ojos en la belleza un tanto pálida y dulce de la esposa. Era celoso con todo lo que la rodeaba y la mantenía alejada del mundo, la asfixiaba con su protección. Blanca, que así se llamaba, le había dado una hija que poseía la belleza de su madre, sus ojos profundos y silenciosos y los cabellos iguales a los de él, largos tirabuzones del color de las almendras. Ignacio creía que esos dos seres eran lo que más amaba, que por ellos moriría y mataría, quizás no sabía hacerlo, quizás en algún momento su corazón había dejado de sentir, acaso quedó atrapado para siempre en su habitación de niño.
Ignacio separo sus manos de la cara, por primera vez se las miro bien aquella noche, tenía sangre seca entre sus dedos. Cogió un trapo de cocina que descansaba sobre la mesa y se enjugo las lágrimas, se levanto despacio y solo entonces comprendió lo que apretaba entre las piernas: la pistola de su padre, recordó durante unos instantes como pasaba horas dedicado a su limpieza, ahora era suya, paso su mano manchada de sangre suavemente por el frío acero, como se acaricia a un perro fiel que ha de hacerte el último favor, se la llevó a la sien, separó el percutor muy despacio y su índice derecho apretó el gatillo. El cuerpo de Ignacio fue despedido hacía atrás, como empujado por una fuerza invisible y mientras caía, en lo que fueron segundos transcurría la eternidad y recordó.
Al otro lado de la cocina estaba situado el comedor, con una decoración humilde pero acogedora, un jarrón lleno de flores aparecía tumbado sobre la mesa, el agua vertida mojaba la madera y parte de la alfombra, en un lugar de esta convergían al agua y un charco de sangre formando una mancha grotesca. Sobre el sofá, como antes el padre deIgnacio, yacía ahora Blanca como una muñeca rota, la sangre aún caliente manaba de su pecho y hacía el recorrido hasta la alfombra, la cara abultada por los golpes no se parecía en nada a la hermosa mujer que fue. Una mano agarraba fuertemente un osito de peluche como el último aliento de una madre para defender a su cría. Siguiendo el pasillo, una habitación toda pintada de rosa, más peluches sobre una repisa, un tocador infantil con una muñeca, esta hacía como que se atusaba el pelo delante de un espejo imaginario. Sobre la cama llena de lápices de colores se mezclaban con la sangre de el cuerpo sin vida de una niña de tirabuzones del color de las almendras.

viernes, 17 de abril de 2009

COMUNICADO


¡Buenos días a todos mis lectores!
Soy Carmela Bermúdez, como ya saben la ilustre inspectora de policía, tengo el disgusto de comunicarles a todos sin excepción, que mi directora espiritual la Sra. Vientos le sale de lo más hondo seguir con la historia de Caso policial Oregón Basic, o sea el descubrimiento del asesinato del tal Ernesto Gutiérrez, en el más estricto silencio profesional y judicial. Yo por descontado no estoy de acuerdo, única y exclusivamente por mi ego personal, aunque comprendo que los casos policiales deben llevarse así pero la verdad es que me jode un ovario. He intentado convencer a esta prepotente de que es importante el seguimiento del caso por parte de los lectores, que a veces pueden esclarecer algún punto de vista. Pero la tal señora Vientos dice que los lectores casi todos son miopes y no ven tres en un burro, yo prefiero no discutir porque con mi carácter seguro que llegaríamos a las manos y al fin y al cabo es la referida la que me da el alimento tanto espiritual como físico. Así que no me queda más remedio que acatar ordenes. Cuando el caso esté cerrado yo misma lo expondré sea de viva voz o en forma de novela que ustedes muy amablemente compraran en sus quioscos. Eso sí tengo autorización para hablar de cualquier otra cosa que me salga de los cojones y además puedo muy bien contestar a las preguntas, que no tengan que ver con el caso que Oregón Basic claro, que el personal tenga a bien hacerme o que yo considere oportuno meter mis narices. Entiendo de todo, les aviso y mi criterio es infalible. Sin más que comunicarles por hoy... ya vendrán días mejores... ¡coño! otra vez me llama el Comisario Martínez... es que todo lo tengo que hacer yo en este antro de flojera y molicie... Por cierto en la foto adjunta estoy un pelin retocada con photoshop pero nada que desvirtue mi belleza personal.
- inspectora no me joda -dice el comisario entrando por la puerta del despacho de Carmela y soltando una carcajada cavernosa -si esa es la foto de Angelina Joli vestida para matar ¿no pensará decir que es usted?
- ya empezamos con las tonterias ¿a usted le han tocado la cara alguna vez comisario?

jueves, 16 de abril de 2009

RECORDARÁS


Ignacio Rodríguez permanecía muy quieto sentado en un taburete de su cocina, las piernas muy juntas y apretadas como si quisiera retener algo entre ellas. Los codos apoyados en la mesa, sobre la que se hallaba un cenicero repleto de colillas y un cigarro que se consumía sólo, como un cuerpo despellejado y sin vida. Ignacio mantenía el rostro refugiado entre sus manos, unas manos grandes y curtidas por el trabajo en la obra. Un sonido apenas audible, como un sollozo entrecortado salía de sus labios, aunque los mantenía apretados con fuerza como si quisiera impedir que saliera de ellos cualquier palabra, cualquier grito, porque no soportaba su propio dolor, porque no resistía escuchar su propia voz, porque necesitaba ahogar todo aquel sufrimiento sin escuchar ningún sonido que proviniese de su cuerpo, porque tanto odio hacia sí mismo no podía ser albergado en el alma, sin que está se corrompiese.
Esto debía ser el infierno tantas veces descrito por los curas en el colegio donde solo curso estudios primarios, porque lo único que quería su padre es que trabajase con él en la obra. Una ráfaga de rencor recorrió su espalda al recordar a su progenitor tantas veces aborrecido y temido. Tantas veces también amado. Él que era un ignorante pensó que era verdad lo que los leídos y los estudiados decían: que del amor al odio solo hay un paso. Recordó como de niño miraba a su padre a hurtadillas porque de frente nunca se atrevió. Le gustaba mirar sus manos fuertes y callosas por el trabajo, muy parecidas ahora a las suyas propias, la manera en que cortaba el pan con su navaja, con mango de nácar y hoja curva y afilada. La manera en que lo sentaba a veces sobre sus rodillas para decirle que en la vida solo se vive para ganar, que para perder es preferible estar muerto. Que nunca se le ocurriera ser un cobarde y que tenía que aprender a aguantar el dolor sin quejarse, “si algún día te veo llorar te mato a correazos” Cuando escuchaba a su padre decir esto un frío recorría su cuerpo de niño pero se decía a si mismo que debía actuar como la estatua que quedaba en la plaza, que ni sentía, ni movía músculo alguno, que ni para ella ni para él no existía el dolor. Ignacio sólo deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él y el corazón se le hacía tan grande en el pecho que creía firmemente que le iba a estallar, era capaz de amar a su padre desde el fondo de un pozo, aunque no tuviera escapatoria y solo pudiera dejarse caer. Otras veces, su madre con ternura le cogía la cara entre sus manos y decía: “Ignacio entra en tu habitación y no salgas ni hagas enfadar a tu padre” ya sabía que su progenitor llegaba ebrio a casa después de lo que él llamaba un día de perros, pisado por el patrón, dudosamente burlado por los compañeros o si se terciaba en su delirio alcohólico con una cornamenta en la cabeza por culpa de su mujer que lo ponía en evidencia ante sí mismo y delante del mundo. Entonces Ignacio se refugiaba en su cuarto, se encogía sobre si mismo entre la cama y la mesita de noche, con las manos se tapaba los oídos para no sentir los golpes que su padre daba en las puertas, los muebles, las paredes y sobre todo para no escuchar los que caían sobre el cuerpo roto de su madre. Estos eran secos como si sonaran desde otro mundo, el sonido era aterrador, era como un eco entre las montañas y el dolor de su madre como si la tierra se abriera y pudiera observar el abismo abierto bajo sus pies. Pasados unos minutos se producía el silencio más absoluto y el espanto más inhumano, para dar paso a la figura inmensa y tambaleante de su padre en el quicio de la puerta de su propia habitación, a contra luz, como un dios castigador. Los párpados hinchados por el alcohol, los ojos inyectados en sangre, la boca abierta, babeante y escupiendo el veneno de las palabras, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, como un animal rabioso en reposo, en una de sus manos firmemente agarrada la correa de cuero que usa para apretarse el pantalón. De pie, oscilando como un péndulo, borracho y sudoroso, exaltado por la violencia, pronuncia su nombre. Ignacio se encoge aún más, como un perro acorralado que sabe que la mano de su amo va ser implacable, que no recibirá de él ni una sola caricia sino los latigazos y las patadas a las que está inevitablemente destinado. Pero al igual que un perro que no conoce más fe que la de su amo recibe un golpe tras otro con los dientes apretados, la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo. No sale de su boca un solo quejido, cuando su padre agotado en su propio odio se cansa y se retira profiriendo insultos que ya ni él mismo oye. Se deja caer en el sofá exhausto y abatido, dormitando sobre su propio hedor a alcohol, sudor y sangre. Solo en ese instante Ignacio llora con un silencio absoluto…solo perceptible a las almas del purgatorio.
A Ignacio se le va a conceder un tiempo muerto, como una cámara que ha quedado en pausa, que le otorga la providencia...

viernes, 10 de abril de 2009

Lobo


Sentía como si su alma se hubiera liberado de nuevo; podía volverá a ser fiel a sí mismo. Después del duro tiempo de cautiverio sus cadenas se habían roto. Ahora estaba en paz con la naturaleza y con Dios. Ahora podía cuidar de su manada otra vez, velar por las hembras y los cachorros recién paridos. Dirigir la caza junto a sus camaradas para dar de comer a todos y cada uno de sus hermanos. Estaba más hermoso que nunca.
Lobo adquirió una costumbre bastante regular de cantar durante las horas del crepúsculo y antes de iniciar las expediciones de caza. El hecho de la lanzar su voz al cielo le llenaba de alborozo, era una manera de agradecer al universo la fuerza de su mundo, la sabiduría de la naturaleza. Un adiós al sol que se ponía, una ansiosa aceptación al reto de la existencia. En aquellos momentos, recordaba a menudo su primera canción, aún cachorro y también la canción triste de su encierro cuando el amado sol se escondía a través de los barrotes de su jaula. Aquello quedaba atrás. Y ahora cantaba libremente y lo hacía a menudo a la vista de su esposa Loba, sus cuatro lobeznos y del anciano de la manada.
Gustaba de observar de reojo al resto de sus compañeros. Anciano evitaba cuidadosamente mirar a Lobo, el viejo macho procuraba dar la impresión de que atención estaba centrada en algo remoto. La nostalgia de su antigua soberanía y la creciente admiración por aquel macho joven y valiente. Capaz de comerse el mundo, cuando lo miraba a la caída del sol le recordaba a él mismo muchos años atrás. Indudablemente la fuerza del universo estaba en aquel canto como lo estuvo en el suyo propio.
Un aire extraordinariamente fría empezó a soplar sobre la llanura y en los valles montañosos. La respiración del ártico. Lobo no recordaba un frío tan intenso. Anciano sí, de esta manera perpetuaba su juventud. Loba se apretó contra el robusto cuerpo de su esposo, este se giro hacía ella y le lamió cariñosamente los labios. La nieve crujía bajo sus patas cuando se dirigió a la manada, le gustaba tanto escuchar sus propios pasos que anduvo arriba y abajo, paseando orgulloso delante de los demás. Luego se quedó muy quieto durante un largo tiempo imitando a la eternidad. Era hora de buscar el alimento para su familia y sus compañeros, el poder del destino estaba escrito en el cielo y solo tenía que seguir su rastro.

martes, 3 de marzo de 2009

4 Carmela Bermúdez, inspectora de policia


Conexiones inexplicables

Ernesto Gutiérrez era, efectivamente como decía el comisario Martínez, un empresario y potentado industrial del mundo de la lencería. Había llevado a cabo en los últimos años un ascenso impresionante de la marca que regentaba: Annita Oregón basic. Se estaban esperando los datos que pudiera aportar la autopsia, pero era de esperar que la muerte, no fuese de ninguna de maneras natural, sino más bien un crimen, que por ahora seguía impune. Según las fotos que la inspectora Bermúdez tenía en su poder para hacer el consabido estudio minucioso, se le había encontrado atado a la cama únicamente por las manos y el resto del cuerpo mantenía una postura fetal, quizás por el dolor que el finado podría haber sentido ante el pedazo de supositorio que alguien, posiblemente el asesino le había introducido en el recto, haciendo que el cuerpo se encogiese para adoptar dicha postura y además se deshiciese de algunos gases que por cierto, aún reinaban en el ambiente. Como sabemos, el cadáver estaba vestido con un conjunto de la última colección que lleva su marca. Sujetador y bragas con unos encajes bordados monísimos que llevaban incorporados la cinta para sujetar las ligas, que también se encontraban en el cuerpo del Sr. Gutiérrez acompañando unas vistosas medias de seda de la misma marca. Los pies se veían enfundados en unos altísimos zapatos de tacón de aguja que se habían quedado un poco retorcidos, imaginamos por los movimientos contorsionistas del empresario antes de expirar.
La inspectora Bermúdez tiró las fotos, que cayeron en forma de abanico, sobre la mesa del comisario y metiendo la mano en el bolso se tomó el segundo tranquimazin del día.
- Esto no me gusta nada jefe. Para mí que este es un crimen pasional donde los hayan. No le importaría servirme un whisky de esos que tiene usted guardado para las ocasiones especiales…
- Me tiene usted preocupado Carmela con esas pastillas… y encima quiere meterse en el cuerpo el líquido alcohólico de mi propiedad. Que yo sepa esta no es ninguna ocasión que merezca tal celebración. –dice el comisario intentando persuadir a su subordinada.
- Es que hoy es mi cumpleaños… –dice Carmela con una tosecilla que esconde una mentira como un piano.
- Acabáramos, no se hable más. –dice el comisario abriendo el cajón de su secreté para sacar un chivas reserva, que le regaló un detenido para interrumpir un interrogatorio que se estaba poniendo un poco violento. –los hechos que aquí nos traen por el camino de la amargura y sobre todo su cumpleaños son suficientes para pegarnos un lingotazo de este oro líquido y hasta dos, que hoy estoy esplendido… y ¿de cuántos añitos estamos hablando inspectora? Ya puestos los informes sobre la mesa será mejor que disfrutemos de toda la información. –acabando la frase con sorna.
- No me toque los cojones jefe con el rollo de la edad, usted ponga el whisky en el vaso que lo demás son menudencias. De todas formas ya sabe que yo soy una mujer de mi tiempo y hoy en día lo que cuenta es la inteligencia… sí, sí… también la belleza, de la que no carezco, por cierto. –dice impávida Carmela atusándose el pelo.
Como el comisario ya se había llevado el contenido del vaso a la boca, al oír aquella sarta de tonterías no pudo evitar pegar un bufido extendiendo el contenido directamente sobre el careto de la inspectora Bermúdez, quien en un acto reflejo, pues siente verdadero cariño hacía su superior, le atizo un puñetazo en todas las narices. El impacto no fue excesivo por encontrarse la mesa mediando entre los dos.
- ¡coño Carmela! Haga el favor de contenerse o la detengo por desacato y agresión a la autoridad.
- Es usted al que habría que denunciar por abuso de poder e intimidación del personal a su cargo y encima tratándose de una inspectora.
- Ande, ande… dejemos esto en un mal entendido y vamos a brindar por que el caso se resuelva lo antes posible. Este es un asunto de suma importancia en el mundo empresarial y ya están jodiendo desde las altas esferas para que caigan cabezas, así que por muchos años y a trabajar. De momento tendríamos que hacerle una visita a su secretaría y posible amante para escuchar su versión de los hechos ¿no le parece?
- Eso está hecho jefe. Déjeme a mí a esa tortolita, que le voy a retorcer el pescuezo como un pichón al jerez, la muy …
- No haga tonterías que no está el horno para bollos. Sea cariñosa y tenga mano izquierda que a veces se consigue más. Y no olvide que es una cuestión que seguramente nos llevará a la burguesía sino más alto.
- A la secretaria me la meriendo yo. –dice la inspectora Bermúdez saliendo por la puerta, no sin esfuerzo, pues los tranquimazin y el whisky estaban haciendo su efecto. –ja, ja, ja, retumbó su risa con un tono infernal por todo el pasillo de comisaria…

viernes, 20 de febrero de 2009

3 CARMELA BERMÚDEZ, inspectora de policía.


Charla con el comisario.

Carmela se levanta de su sillón para dirigirse al despacho de su superior, el comisario Martínez. A su paso se tropieza con una caja de cartón llena de dosieres, a la que le asesta una certera patada encajándola en un rincón de la oficina.
- Es que todo tiene que estar lleno de cachivaches. Mira que me jode tropezar a estas horas. A ver a quien me encuentro en el pasillo, que parece que cuando una está de mala luna todo se le junta para acabarla de rematar. –dice Carmela entre dientes.
Efectivamente por el pasillo, el cual es bastante angosto, se tropieza a la cabo Ignacia que viene con un cafetito humeante en cada mano.
- Buenos días inspectora Bermúdez, Dios la guarde. –dice con cara de susto la cabo.
- Dígame cabo Ignacia ¿se puede compaginar la beatitud con el cuerpo de policía? -dice con sorna la inspectora torciendo la boca en una mueca de malicia.
- ¡claro que sí, inspectora! Combatir el mal desde todos los ángulos es lo mejor que puedo hacer desde mi humilde posición en este mundo. –dice la cabo que por momentos le empiezan a temblar las manos con el consiguiente peligro para el café.
- Cuantas tonterías se llegan a decir cuando uno es joven. Aquí el único bien que va a hacer usted hoy, es darme esos cafés ahora mismo, que me dirijo al despacho del comisario y seguro que nos vienen bien. Eso o la pongo a barrer delincuentes en el barrio chino. Buenos días. –termino de decir Carmela arrancándole prácticamente los vasos de las manos.
- Si señora inspectora. Buenos días señora inspectora. –Ignacia corría que se las pelaba.

Cuando llegó a la puerta del despacho levantó el puño para dar la consigna de entrada. Se detuvo unos segundos con la mano en esa posición observando el rótulo donde figuraba el nombre del comisario y su consabido rango. A dicha placa el comisario en persona había hecho añadir una fotografía suya con cara de póquer y sombrero de media ala un poco ladeado. “será gilipollas” pensó Carmela observando con flema la fotografía. Acto seguido dio tres golpecitos a la puerta de su jefe.
- Adelante y todo derecho. –dijo en tono campechano el comisario. –¡hombre Carmela! A usted quería yo verla.
- Es de suponer jefe. Me acaba de llamar por el telefonillo. –cerrando la puerta tras de si con el usual portazo, sello inconfundible de su personalidad. –Usted dirá. No tengo toda la mañana, como sabe tenemos un caso muy importante entre manos.
- ¡por Dios! Que va a tirar el edificio abajo… no podría ser un poquito más delicada… Qué lástima que se vaya usted al otro mundo sin conocer los platos dulces de la vida… ¡mire! Petriuska… ya sabe… mi novia…
- Coño jefe si se va a poner sentimental con el rollo de la puta rumana que se está follando, avíseme porque además de los cafés mando traer el whisky y empezamos la juerga. No te jode. –dice Carmela dando una palmada encima de la mesa. –que tenemos un trabajo intelectual que resolver y usted con el rollito…
- Como es usted, siempre trabajando, a veces hay que hacer un paro para poder continuar por la senda del delito.
- Bueno, podemos dejarnos de putas y de sermones y podría decirme para que cojones me ha llamado. O tengo que perder los estribos…
- Hablando de estribos, Petriuska se ha comprado una montura para cabalgar sobre mí, ya sabe, como si yo fuese su jamelgo, que ni le cuento como me pone. Se me eriza el bello sólo pensarlo. Usted debería probar… ¡ay! disculpe Carmela vamos a lo que nos trae.
- Ya era hora, empezaba a ponerme de los nervios. –dijo Carmela sacando un tranquimazin retard del bolsillo y echándoselo a la boca con un trago de café.
- No sé por qué toma tantas porquerías. Se me va a echar a perder.
- Más porquerías se mete usted en la boca y nadie le pide cuentas. Suelte ya el rollo de lo que nos trae aquí.
- Esta mañana nos ha llegado el informe del perito forense sobre el asesinato de nuestro caso abierto. Ya sabe las fotos que tiene usted sobre su mesa para su estudio.
- Estudio minucioso, sí señor.
- Tenemos el nombre del finado. Ernesto Gutiérrez, empresario y potentado industrial del mundo de la lencería.
- Con razón aparece muerto con sujetador y bragas de encaje.
- Efectivamente. La lencería que llevaba puesta en el momento del asesinato, supuestamente claro, era de su marca, “Annita Oregón basic”, y digo supuestamente porque hasta que no tengamos los resultados de la autopsia no podemos afirmar que la víctima vistiese de esa guisa a la hora de la expiración.
- Evidentemente se la pudieron poner después del fallecimiento. Tampoco se puede descartar que el tío le gustase vestirse de faralá o que fuese más maricón que un palomo cojo.
- No entiendo lo del palomo, usted me disculpe Carmela.
- ¿Qué tía se va a tirar a un palomo cojo? Es evidente…
- ¡hombre! siempre hay un roto para un descosido. O ¿usted ya me entiende?
- ¡A ver! Tengamos la fiesta en paz, jefe. Aquí la menda se tira a los chorbos que le sale del potorro. Continúe con lo estrictamente profesional, hágame el favor, que no estamos como para tirar cohetes.
- El tipo, se llamaba como le digo Ernesto Gutiérrez y por lo que se ha podido averiguar de maricón no tiene un pelo, le gustaba mucho la jarana eso sí, pero las hembras son su debilidad y si tienen buenos melones mejor. A mi particularmente unos buenos melones me suben la moral que ni le cuento. Petriuska tiene un par de…
- Ostias jefe si no quiere que le monte un pollo ahora mismo y le retuerza hasta el ánimo le repito que su puta se la coma usted solito.
- Esta bien… esta bien… era para distender un poco la conversación que la veo muy estresada y un poco agriada… un negrazo le daría a usted alegría a ese cuerpo…
La inspectora Bermúdez con evidentes signos de irritación cogió el bolso de su propiedad, de corte bastante anticuado y un poco masculino y empezó a rebuscar en su interior con movimientos bruscos. Parecía que no encontraba lo que buscaba. De golpe sacó su automática de frío acero, a lo que el comisario Martínez dio un respingo en su asiento.
- ¡coño Carmela! Que no es para tanto, deje lo del negro en aguas de borraja…
- Que no lo voy a matar jefe, estese tranquilo. Busco mis cigarrillos y si no los encuentro pronto…
Tiró todas sus pertenencias encima de la mesa y entre ellas un arrugado paquete de cigarrillos, logro extraer uno y mordiendo con rabia el filtro, lo encendió. Aspiró largamente el humo que no volvió a salir al exterior, seguramente se perdería en las cavidades pulmonares.
- Bueno… al grano. Parece que tenía escarceos con más de una damisela. Entre ellas su propia secretaria.
- Algunas secretarias son bastante putas, sí lo sabré yo. Cuando yo trabajaba como alta ejecutiva comercial en Pepinez & junior, mi jefe que era tan suelto de cascos como usted con todos mis respetos comisario, se tiraba toda falda que pillase. Vaya… vaya… Ernesto Gutiérrez…

viernes, 13 de febrero de 2009

Obsesión


Jorge Arana detuvo el coche lo más cerca del edificio, el portal se hallaba situado en una finca regia, típica del ensanche de Barcelona. La puerta de entrada era metálica, de hierro forjado, acabada en medio arco. “Aún era capaz de observar estos detalles” se dijo para sí mismo mientras notaba el sudor frío en las manos que se le habían quedado engarrotadas en el volante. Las retiró y se las froto contra la chaqueta del traje, luego cerró los puños y los abrió varias veces con la necesidad de relajar las articulaciones. Sobre todo era importante no dejar de mirar la entrada del número 68, aquella entrada de medio arco. Estaba completamente seguro que era allí donde Clara pasaba todas las tardes. Seguramente que en este preciso momento estaba en brazos de su amante.
Hacía meses que la vigilaba, se había despedido del trabajo con cualquier excusa, su jefe no lo entendió e intentó saber si se encontraba bien de salud. “Que coño le importaba a su jefe su salud. Hasta ahí podíamos llegar”, pensó. Había dejado de comer regularmente y casi fumaba tres cajetillas de tabaco. Por la noche, mientras Clara dormía sin saber, él la contemplaba. Escuchaba su respiración pausada y tranquila, abandonada al olvido del sueño. Se la veía tan desprotegida en esos momentos. Dos lágrimas mojaron el rostro de Arana. Se tapó el semblante con las manos y apretó hasta hacerse sangre con las uñas. Se la imaginaba teniendo sueños eróticos con su amante. “La odio” se decía pero en ese mismo momento se le producía un vacío en el estomago y en el corazón. “La amo tanto” se decía entonces. “Hay tan poca distancia entre el amor y el aborrecimiento, entre la devoción y el rencor”. Se sentía enfermo de celos y lo sabía pero era como una fuerza centrifuga que lo absorbía al fondo del abismo. Sabía que caía pero no podía dejar de hacerlo.

Se retorció las manos con gesto nervioso, buscó un paquete de cigarrillos entre los papeles de guantera, no los encontraba, lo tiro todo al suelo del vehículo y al fin dio con la cajetilla. Encendió uno y aspiró largamente el humo, luego mordisqueo la boquilla. No podía dejar ni un instante de mirar aquella puerta del número 68. tarde o temprano tendría que salir. Incluso puede que salieran juntos.

Después de tres horas, Jorge Arana tenía los ojos enrojecidos de mirar, había fumado tanto que no recordaba en que momento había vaciado el cenicero atestado de colillas. Tampoco sabía como había llegado aquella cosa fría y metálica a sus manos, recordó vagamente que la había comprado para una ocasión como aquella. Ya hacía tiempo de eso. De pronto Clara atravesó el umbral del número 68. Iba sola, en la mano llevaba un lienzo atado con una cuerda para poderlo sostener. Jorge no comprendió. Era tarde para comprender nada. Su cabeza giraba en un vértigo frenético, incluso podía oír las risas diabólicas del amante y de su mujer. Agarró la colt 49, abrió la puerta del coche y se lanzó en una delirante carrera hacía el abismo. Era allí donde quería estar.