Aquel
día había lentejas para comer y visitas en la casa. Como siempre, eran visitas
que pertenecían al círculo familiar de
Conchita. El malestar de esta era evidente, ese malestar que se siente a nivel
de piel, que está denso en el aire y que flota sobre las cabezas y se posa en
el ánimo de los que rodean a la fuente de donde fluye. El círculo de Conchita
era consciente de ello y además sabía que la tensión era fácil de dinamitar,
unas cuantas palabras adecuadas y el caos estaría servido. Estaba claro que
el círculo (todo lo que no era yo, era
el círculo) no iba a recibir esa bomba, la recibiría yo, como era de esperar.
Porque yo era la persona cercana, la que toleraría las consecuencias, mientras
que el círculo se iría de rositas a su casa sin importarle la inmundicia
esparcida por las paredes, los suelos, muebles, tuberías, huecos… hasta en el
más recóndito lugar se habría ensuciado con la basura mental de Conchita. Por
lo tanto, todo se fue fraguando para que aquella déspota cargase las baterías y
amasase el odio general que la caracteriza, la exasperación de creer que ella
es digna de grandes tronos, que debería haberla colmado la vida con frutos
dorados y hasta con títulos nobiliarios y no, por el contrario, haberla
ornamentado con aquella humildad tan pegajosa e impropia a la que había sido
lanzada.
Cuando
el momento se correspondió con la suficiente cocción del brebaje, la figura
totalitaria se volvió hacia mí
─
No sé qué estás haciendo, pero algo estás haciendo. Eres muy listo aliándote
con las visitas en mi contra pero te puedo asegurar que esto no va quedar así.
Con cara de persona que
ha sido injustamente agraviada se levanto dispuesta a hacerme la velada
imposible de sobrellevar y por supuesto la consecuente indigestión de las
lentejas. Ante las sonrisitas maliciosas de las visitas, que se saben ganadoras
de una discordia que aunque ajena, no deja de ser suculenta. No hay nada que
llene tanto de gozo al ser humano como la desgracia impropia, así la suya queda
diluida en la gran conciencia colectiva. Ante la evidencia del festejo que me
quedaba por delante mi mejor opción fue coger carretera y manta, que se dice.