
Ya no queda
nada. Un día Teresa se marchó después de la tormenta. Hubo de vender las
ovejas, se fueron en un camión para servir de alimento a personas con corbata.
Siguió cuidando la huerta bajo la mirada de su perro, ahora sin rebaño y tan
achacoso como él. Pan y café y sobre todo recordar a Teresa.
Ya no queda
nada. El perro yace sobre la cama de paja cerca del hogar. Se ha marchado antes
que él. Eso sí ha sido una mala pasada, piensa y sin saber porque se mira las
manos, le acaricia la cabeza y le perdona el abandono. Tres días después, el
hombre que nació para morir deja ir el aliento que concluye la existencia. Le
parece ver a Teresa junto al fuego y escuchar al perro ladrar a la aurora. Ya
no queda nada.