La máquina de
escribir suena y arranca palabras, algunas pausas y vuelve a sonar. El humo del
cigarrillo inunda la habitación. Papel pintado años sesenta y una decoración
cargada parecen abrigar el caos. Libros y notas desparramados como la maleza
que devora un jardín que dejó de cuidarse hace tiempo. Fue un hombre apuesto, de sonrisa amplia, seguro de sí mismo. Ahora las canas y la vejez le
han ganado la partida, una partida perdida de antemano, aunque nunca recuerda
haber pensado que el tiempo cumpliera su objetivo, desvanecerse. A veces, para y
mira algunos retratos llenos de polvo. Personas desaparecidas… la palabra
le hace sonreír. Por muchos libros que pudiera escribir jamás podría explicar esa desaparición. No logra comprender. Ni
siquiera haberse convertido en alcohólico le ha dado lucidez para comprender la nada de algo que existió. Vida finita, depredadora de existencias que se evaporan.
Hace tiempo
que le tiemblan las manos, limpia con el puño de la camisa el cristal de un pequeño
marco. Venido de lejos aparecen la imagen de una mujer hermosa abrazada a un
perro pequeño y lanudo. Se sirve un vaso de güisqui y lo apura. Un dolor ciego
le abrasa el estomago, aprieta el pequeño marco. Está cansado de intentar su
propia desaparición y parece que el destino se ríe del intento loco de un
hombre más.
El
modo de vida actual nos lleva a tener una actitud apresurada ante la gran
cantidad de cosas que tenemos que hacer o que no tenemos que hacer, me explico.
Sábado, no tenemos que trabajar, nos levantamos por la mañana y existe una
prisa escondida en nuestro reloj interno, ¿prisa por desayunar? ¿Por salir a
pasear? ¿Por hacer aquello que toda la semana estoy deseando hacer?
Es una
prisa perezosa como dos caras de la misma moneda. Una parte de nosotros solo
siente hastío hacia un día en blanco y otra parte quiere llenar los huecos a
como dé lugar… Es una prisa que se
revuelve en sí misma, un quehacer inútil. Perdidos en nuestro paraíso de fiesta
semanal damos vueltas sobre nosotros mismos enloquecidos, llenos de temor ante
el precipicio de lo que somos: Unos seres tediosos que enloquecen ante su
propia muerte, humanos agarrados a la comunicación ficticia y al abanico de
posibilidades que se van proyectando delante de nosotros como una película que nunca
te dejará buen sabor de boca.
Algunos dicen que hay que tener cierta
actitud mental…¿ser positivos, tal vez? Un maldito libro de autoayuda siempre
puede disparar tu huida hacia delante, eso sí ¡no mires atrás!
Los
boicoteadores son aquellas personas que socavan nuestros esfuerzos por romper
patrones insanos en nuestra relación con nosotros mismos. Cuando hemos tomado la decisión de
escribir (o de hacer cualquier otra cosa) hemos de ser especialmente cautelosos
a la hora de enseñar nuestro trabajo y nuestros proyectos. Es verdad que a
todos nos gusta compartir lo que escribimos, nuestros anhelos e inquietudes y
esperar de los demás fructíferas opiniones, que nos lancen con fuerza hacia
nuestros objetivos pero la realidad… es que no suele ser así.
Los amigos «bienintencionados»
pueden obstaculizar la forma en la que nos expresamos, el lugar a donde queremos
llegar. Con sus opiniones casi siempre faltas de objetividad, pues están
contaminadas, por sus propios miedos a la
creatividad y a la incapacidad para cambiar de rumbo su propia
vida. Abandonar el área de confort no es fácil y si alguien osa cambiarlo los
demás suelen revolverse como un gato en la bañera.
No debería resultarnos
sorprendente que las personas en las que más confiamos (amigos, familia,
pareja) sean aquellas que más amenazadas se sienten ante el inminente cambio
que produce la creatividad o el cambio de rumbo en nuestra mente y deseen que
todo vuelva a su lugar. Esta actitud es realmente tóxica tanto para nuestra
creatividad literaria como para lograr nuestras metas. Tengo comprobado por
experiencia propia que muchas veces, por compartir un escrito lo he dejado de
lado durante meses, por la simple razón de haber perdido la seguridad en mi
misma, ante la opinión de los demás. Aún así el mayor saboteador es uno mismo,
no debemos dejar que el autosabotaje carcoma nuestra seguridad en nuestra vida
creativa. Y… una cosa más, se escribe ante todo para nosotros mismos. Escribir es
un proceso personal y nos debe importar muy poco la opinión ajena, esto lo
podemos transcribir a cualquier parcela de nuestra vida.
Los humanos sufrimos
el miedo. Hay muchas clases de miedo pero, todas ellas son una misma cosa transformándose
en cada acción. El miedo a la vergüenza es la mordaza de grandes creadores.
La vergüenza,
es un mecanismo que la mente utiliza ante la pérdida de control. Cuando alguien
avergüenza a otra persona está impidiendo que se comporte de manera espontánea.
Cuando escribimos o creamos podemos sentir que estamos desvelando algún secreto
importante sobre nosotros mismos Sentimos vergüenza de lo que puedan pensar
otras personas sobre esas revelaciones. Sentimos miedo.
La verdad es
que se debería mirar desde otro punto de vista. Cuando escribimos o hacemos una
creación artística estamos enfrentando a la sociedad con ella misma. Salen
cosas a la luz, iluminamos la oscuridad del corazón y alejamos las sombras.
El arte,
airea las estancias del alma y con ello trae salud mental. Muchas veces
nos avergonzamos como artistas de nuestras obras. Debemos aprender de esta
vergüenza y saber que crear no es un error, ni mucho menos una debilidad, sino
una muestra de fortaleza. Hay que olvidarse de las críticas que hacen
daño, desprecian o ridiculizan.
Respira
profundamente, ensancha los pulmones, saca pecho y siente orgullo de todo
aquello que haces. Pero sobre todo de lo que creas porque el arte es lo
único que eleva al hombre por encima de la mediocridad.
Con un copa de cava en la mano, dejando vagar el pensamiento, los ojos se van posando en los objetos del salón y en los invitados, casi todos somos viejos conocidos, algunos pertenecemos al mundo del arte y la literatura, otros editoriales y familia bien avenida, otros simplemente hacen la función de relleno. Ricardo se me ha acercado y me explica su viaje a la Provenza, le escucho distraído. Me sobresalta el timbre de la puerta, según mis cálculos no se esperan más invitados o quizás no me he informado bien, cosa que suelo hacer debido a una especie de fobia social que me ataca furtivamente en eventos de más de seis personajes y digo personajes porque para mi a partir de esa cifra dejan de ser personas para entrar directamente en el mundo de la literatura de ficción.
A lo que vamos...el timbre. ¡zasca! allí está Conchita saludando a todo el mundo como una diva retirada y decadente sobre la alfombra roja del Hollywood postmoderno. Con un vestido galáctico que recuerda a una mala imitación de la morena de Abba. Miro a mi alrededor, imposible escapar de la situación ni de la depredadora galáctica. Siento si apretado abrazo y esas dos pequeñas protuberancias que tiene por pechos, ella parece que quiere restregarse contra mi. Siento arcadas pero me derrumbo al sentir su aliento húmedo y caliente en mi oreja izquierda. Lo peor esta por llegar, siento sus manos como tenazas agarradas a mi brazo que luego se pasean impunes por mi espalda, me arrastra hasta el sillón para dos y prácticamente se me echa encima. Mi cabeza da vueltas sin encontrar la salida... me quedaré allí atrapado por toda la eternidad. Imposible moverme... mi fobia social me ha anclado a aquella ninfa deforme y al sillón que nos acoge.
Estoy parado, mirando por la ventana de un undécimo piso de un gran rascacielos, de esos que apuntan hacia el universo pero no descifran nada. Miro como se extienden los tentáculos de una ciudad cualquiera, siento nauseas. De pronto pasa cayendo un hombre desde arriba, mis ojos se cruzan con los de él y el tiempo se ralentiza, de forma casi mecánica le digo: "¿Como va todo?" "¡Hasta ahora todo va bien!"
Cuando el hombre ha desaparecido de mi vista, me impresiona mi pregunta, las palabras huecas carentes del verdadero interés de saber. No, mejor dicho del odio al que cae, porque el que cae solo es una proyección de mi propia caída. ¿Como le va todo?. Me siento en mi despacho, abatido, rodeado de tecnología dedicada exclusivamente a la comunicación... a la comunicación sorda, muda y ciega. Desde entonces, me pregunto que habrá sido del aterrizaje de aquel hombre... Ahora conozco la respuesta: "Todos caemos inevitablemente, solo que la velocidad es tan lenta que apenas si la percibimos, por eso no queremos saber de la caída ajena."
Alvaro esta sentado en su sillón, con un libro sobre el regazo, a medio leer. Está cavilando, reflexionando sobre lo leído. Palabras caídas de la pluma del que escribió y encontradas por él. En ese reflexionar sobre ese verbo, sobre esas voces y lo que ellas van hilando, como quién teje una bufanda para el invierno, empiezan, todas ellas (las palabras) a girar en círculos y ese círculo se vuelve espiral, y esa espiral abismo... ¡ahí se detiene el tiempo!
Del hueco negro que dejaron las palabras, aparece una mano que se agarra con la misma vida, luego la otra mano, luego la cabeza con los ojos atormentados. Finalmente brota el escritor todo completo y se echa exhausto al borde de su infierno de palabras.
Alvaro urgente le tiende la mano al amigo que hasta ahora descansaba en su regazo. Ahora, hecho carne y hueso. Al estrecharla ya no recuerda las palabras que estaba leyendo sino la fuerza del sufrimiento de aquel hombre, que bien, podría ser él mismo.