sábado, 23 de enero de 2010

LA CEGUERA



Alberto corre detrás del autobús. Si no lo coge, llegara tarde a la reunión. Si llega tarde a la reunión, no podrá presentar su proyecto gráfico, para la nueva campaña publicitaria. Son muchos los candidatos y muy buenos. La convocatoria la hace una de las más importantes multinacional americana, puntera en el sector. Su empresa, para la qué él trabaja desde hace cinco años, presenta su propuesta confiando en él, su mejor diseñador publicista. Alberto ha trabajado durante meses en esa idea. Noches enteras pegado al ordenador, fines de semana entregados, a ese misterio que es la creación. Además no puede permitirse fallar, nunca lo ha hecho. En realidad, no hay cosa que más le espante que el fracaso profesional.
El autobús va pasando ahora, justo por su lado. Aún quedan algunos metros hasta llegar a la parada. El vehículo frena y se abren las puertas. La gente se apea, los que están esperando, suben. Alberto ya casi está allí. En ese momento, un setter irlandés alado, de pelo rojo y sedoso da grandes zancadas hacía otro perro, sin raza, que está olisqueando la farola que da luz a la parada. Alberto tropieza con el setter alado. Mientras cae, ve alzarse por los aires el maletín, donde esconde el tesoro publicitario. El perro sin raza, asustado, corre en dirección opuesta. El setter alado lo sigue por el aire. Alberto se incorpora con el cuerpo dolorido por la caída y aterrado, ve como el autobús emprende de nuevo su trayecto. Maldiciéndose a sí mismo, recoge los planos, dibujos y papeles del suelo, para volverlos a guardar en el maletín. Magullado y sobre todo sudando de impotencia logra parar un taxi. ¡Tiene que llegar a tiempo como sea! Ni siquiera <> al setter alado.
−¡Rápido! Plaza de la Concordia, número trece. Edificio Creación líquida –le grita al conductor.
−No se preocupe señor, inmediatamente llegaremos. Ayer tuve un accidente y estoy completamente ciego. No hay problema –dice el taxista arrancando a toda velocidad.
−Gracias. Esto es muy importante para mí –Alberto respira profundamente con cierto alivio.
La delegación de la multinacional americana se alza como un águila sobre la plaza. Rompe toda la armonía. Se baja del coche, el taxista no le cobra la carrera. Está celebrando que ahora ve con otros ojos. Alberto entra a toda prisa en el edificio, sube las escaleras de dos en dos. Llega a la sala de reuniones. Los asistentes están ya todos sentados. El publicista se disculpa, abre el maletín y pone sus carpetas sobre la mesa. Lo consiguió.
El presidente aguarda a que este todo el mundo en silencio y dispuestos a entender. Habla.
−Es muy importante para nuestra empresa encontrar en este proyecto: Primero, la imperfección absoluta de la creatividad humana, el maestro puro de lo anómalo. Segundo, el creador que, demuestre serlo, ha de saber ver sin ojos. Quiero ciegos que puedan desarrollar una nueva gama de colores. Tercero y último, lo invisible ha de ponerse sobre esta mesa. Así que, el que no reúna estas condiciones, les ruego no me hagan perder mi siempre despreciado tiempo, pues, este no existe.
Muchos de los allí presentes se levantaron de sus sillas, recogiendo sus respectivos papeles y saliendo por la puerta. Se dirigían unos a otros con frases de desaprobación. Creyendo que todo aquello era una tomadura de pelo. Para Alberto también aquello parecía parte de una obra hecha por la mente de un loco. Pero… si una virtud tenía el publicista era que no se rendía jamás. Quedaron en la sala tres personas: El presidente de la multinacional, otro incauto y él.
−¡Aja! Podemos comenzar. Señor Ernesto de Pomerana, tenga la bondad de exponernos su trabajo –dijo el Presidente dispuesto a escuchar sin oídos.
Ernesto de Pomerana fue palideciendo, se sentía incapaz de presentar una labor de aquellas magnitudes. Rompió a llorar. Alberto vio como caían cristales sólidos de los ojos de Ernesto. Se extraño por primera vez de tener una visión tan surrealista. Todas las hojas del proyecto del señor Pomerana estaban en negro, incluso el propio señor de Pomerana empezaba a formar parte de una composición solo de grises, hasta que desapareció.
−Bueno, señor Alberto Buenavista, su turno –dijo el presidente.
Alberto bajo la vista hacia su propio trabajo. No vio absolutamente nada. Pero, el tiempo se paro. Se pararon sus latidos, su respiración. Estaba ciego. Sin embargo, vio como la puerta se abría y el setter irlandés alado, rojo y de pelo sedoso, trotaba hasta sentarse a su lado. El presidente, con una sonrisa en los labios, hablo.
−¿comenzamos?

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