miércoles, 3 de febrero de 2010



Sacó los cigarrillos, encendió uno, aspiró el humo largamente, como un condenado a la espera de su propia ejecución.
Cuando abrió la puerta la casa olía a humedad. Llevaba tiempo cerrada pero tampoco le apetecía abrir ninguna ventana. La oscuridad era casi absoluta. Se sentía más protegido así, entre las sombras. Era de noche y sólo la luz de las farolas entraba, por las rendijas de las contraventanas, como puñales. Si tenía la suerte de conciliar el sueño no quería que el amanecer le hiriera, le arrancara su dolor que era lo único que le quedaba y le mostrase, con absoluta desnudez, la realidad de la vida. De una vida que continuaría allá fuera. Con sus gentes, sus calles, el ir y venir de todo lo que se mueve. Prefería estar así, como muerto. Sentía que mientras permaneciese en la noche estaría más a salvo de sí mismo. Prendió la luz del pasillo y avanzo hasta el comedor. No sabía por qué recordó a su padre y la placa de reconocimiento del gobierno franquista, en recuerdo de su memoria. Él mismo la había arrancado de la pared del comedor. Se la habían entregado en conmemoración a su ejemplar obediencia al régimen, a su trayectoria como profesional militar y eso que había muerto de una cirrosis galopante, ¡el muy cabrón! Ahora estas palabras hacia su progenitor ya no le hacían daño. Si hubiera muerto como un republicano habría sido tirado a la cuneta como hacen con los perros.
Todo estaba igual a como lo había dejado antes de marchar. Cuando se lo llevaron. Le dieron un tiempo para recoger sus cosas. Él no se llevó nada, solo cerró puertas y ventanas, como si quisiera enterrar en la negrura cualquier recuerdo. Borrar su propia memoria.

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