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jueves, 4 de febrero de 2010

Cronología de un día



6h 45’ am. Un ruido de muelles suena en una de las habitaciones de la pensión de doña Cecilia. Un cuerpo que se mueve pesadamente y una tos que pone de manifiesto los tres paquetes de tabaco que se fuma diariamente. Saturnino Olivares apaga el móvil que hace las veces de despertador. Se levanta, enfunda los pies en unas zapatillas tan gastadas, que el calcetín aparece por la puntera. Se cubre con un albornoz deshilachado y lleno de lamparones. Tira de su cuerpo hasta el baño, que se encuentra al final del pasillo, como si fuera una losa, como algo absurdo de sostener. El ruido de sus pies, al arrastrarlos por el suelo, suenan a viejo, a un cansancio añejo. Pero, Saturnino no es viejo, apenas tiene los cuarenta años. El chorro de su orina suena como una cascada entrecortada, luego el grifo y los ligeros golpecitos de la cuchilla de afeitar.
7h 5’ am. Saturnino rellena la cafetera, una verdadera antigualla y la pone al fuego. Cada cliente tiene su propia cafetera, es una norma de doña Cecilia. Si le queda café, mañana no tendrá que hacerlo, no le gusta el café añejo, pero le gusta menos tener que hacerlo. Se lo bebe junto con dos tostadas untadas en una mermelada caducada. Dirige sus pasos cansados hacia la habitación. Se viste con un traje tan gastado que brilla en la distancia. La americana le cuelga ligeramente por detrás, los pantalones le van un poco cortos y los zapatos tienen excesiva punta y hacen un ruido espantoso, resuenan como los de una puta al amanecer. Cierra el maletín de cremallera, que suena casi tanto como el despertador y sale por la puerta de la pensión.
7h 55’ am. Llega a la oficina, un departamento dedicado a la expropiación y al desahucio, dentro de un banco de cierto nombre. La cabeza baja y la mirada buscándose las punteras de sus zapatos. Apenas saluda a algún compañero. Los demás lo tratan de esquivar, como si a su paso una nube de grises despintados formaran su personalidad. Se sienta en su despacho, descorre la cremallera de su maletín y comienza un surtidor de papeles. La lista del día. Personas a las que tiene que echar de casa por falta de pago.
9h 40’ am. Junto con el cerrajero, que más bien parece un matón, salen hacia las viviendas, siempre periféricas, ubicadas en submundos, donde el traje de Saturnino adquiere cierta categoría. Su figura rechoncha y desvencijada podría pasar por la del abogado del diablo. Todo el mundo sabe quién es. Las puertas se cierran pero él las abre. Con la notificación en la mano arruina con cara impasible muchas vidas que a él le son totalmente ajenas.
14h 15’ pm. Abandonado impunemente por el cerrajero, que prefiere huir de su compañía, antes que comer con él. Se dirige hacia alguna taberna donde sirvan el menú más barato de la ciudad. La grasa cae por la comisura de sus labios, mientras engulle unos callos. Un café. Paga y se va. La camarera, una mujer entrada en años, lo mira con cierta curiosidad.
15h 55’ pm. De vuelta a la oficina, pasa toda la tarde y parte de la noche, elaborando los informes sobre cuestiones legales, que permitirán desalojar cada una de las viviendas. Un trabajo tedioso al que se emplea como si fuera a escribir una gran obra maestra. De vez en cuando sale a fumar, dos o tres cigarrillos seguidos, para poder soportar la falta de nicótica que grita en las venas de Saturnino.
21h 30’pm. Saturnino Olivares sale de la sucursal del banco. Con paso cansado, el traje, si cabe, más arrugado y la cabeza perdida. Pero sobretodo, lo que más impresionan son sus ojos. Una mirada completamente vacía que parece escrutar meticulosamente el suelo, pero que en realidad no ve nada. Algunas noches, como toda novedad para a tomarse una copa de güisqui en un antro atendido por prostitutas acabadas.
22h 45’ pm. Tras comerse un emparedado de mortadela de la peor calidad y beberse un vaso agua. Saturnino vuelve a su camastro con el consabido ruido de los muelles. Enfundado en un pijama de mercadillo. Su vida miserable le pasa el recuento. Lo extraño es que Saturnino Olivares duerme como un lirón hasta el día siguiente.
¿Existirá algún tipo de inmunidad para esta raza, sin cara, sin ojos, de forma humana, pero carente de lo esencial? El escenario: cada día se extiende más.

miércoles, 3 de febrero de 2010



Sacó los cigarrillos, encendió uno, aspiró el humo largamente, como un condenado a la espera de su propia ejecución.
Cuando abrió la puerta la casa olía a humedad. Llevaba tiempo cerrada pero tampoco le apetecía abrir ninguna ventana. La oscuridad era casi absoluta. Se sentía más protegido así, entre las sombras. Era de noche y sólo la luz de las farolas entraba, por las rendijas de las contraventanas, como puñales. Si tenía la suerte de conciliar el sueño no quería que el amanecer le hiriera, le arrancara su dolor que era lo único que le quedaba y le mostrase, con absoluta desnudez, la realidad de la vida. De una vida que continuaría allá fuera. Con sus gentes, sus calles, el ir y venir de todo lo que se mueve. Prefería estar así, como muerto. Sentía que mientras permaneciese en la noche estaría más a salvo de sí mismo. Prendió la luz del pasillo y avanzo hasta el comedor. No sabía por qué recordó a su padre y la placa de reconocimiento del gobierno franquista, en recuerdo de su memoria. Él mismo la había arrancado de la pared del comedor. Se la habían entregado en conmemoración a su ejemplar obediencia al régimen, a su trayectoria como profesional militar y eso que había muerto de una cirrosis galopante, ¡el muy cabrón! Ahora estas palabras hacia su progenitor ya no le hacían daño. Si hubiera muerto como un republicano habría sido tirado a la cuneta como hacen con los perros.
Todo estaba igual a como lo había dejado antes de marchar. Cuando se lo llevaron. Le dieron un tiempo para recoger sus cosas. Él no se llevó nada, solo cerró puertas y ventanas, como si quisiera enterrar en la negrura cualquier recuerdo. Borrar su propia memoria.