
Hacía cinco
años, Blanca decidió abandonarlo. Era una tarde de invierno lluviosa, como casi
todas las tardes en Coruña, pero a él le pareció que aquella tarde el cielo y
el mar cayeron sobre su alma. Las vio marchar con dos maletas y varias cajas pero,
sobre todo recuerda como giraban las ruedas del cochecito de Clara, su hija. Nunca
ha entendido porqué se borró casi todo de aquel hecho y las ruedas siguen
girando en su cabeza. De aquella tarde oscura, las ruedas, fueron lo último que
vio.
Desde
entonces, siempre hace el mismo recorrido. Pasó diez meses en el centro de
recuperación mental, aparte de la medicación para una tristeza que se había hecho
crónica, le advirtieron que el ejercicio era imprescindible si quería recomponer
su espíritu. Tenía que cansar el cuerpo y acallar la mente. La tristeza seguía atenazándole
el ánimo pero, mientras corría una especie de libertad lo arrancaba de aquel
hueco estrecho.
Aquella
noche, como todas, subió por el camino empedrado hasta la Torre de Hércules y siguió
corriendo hacia la Rosa de los Vientos. El sudor le resbalaba por el rostro y
el viento helado cortaba su voz. Porque no se dio apenas cuenta, pero Alejandro
Quiroga gritaba. Gritaba y corría. Y lloraba. Las ruedas del cochecito empezaron a girar cada
vez más rápido, más rápido. Corría y gritaba y lloraba. La sombra de Alejandro
Quiroga se perdió en el mar.
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