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viernes, 26 de febrero de 2010

El castillo Profundo



El conde Lisiardo ocupaba su tiempo en preparar las guerras ficticias a las que presuntamente habría de enfrentarse algún día, pero su realidad era otra muy distinta: Su realidad, era que se había retirado al castillo más alejado, en las Tierras del Agua, donde nadie osaría pelear, porque existían fuerzas inimaginables, oscuras y misteriosas, que atrapaban a todo el que entraba en sus límites. Nadie, podía entrar en las Tierras del Agua, pero tampoco nadie, podía salir. El conde Lisiardo había hecho un contrato siniestro, por el que había pagado una buena suma de dinero, a una bruja del Valle Oscuro, para que le permitiera, mediante hechizos y deudas contraídas con lo Seres del Agua, vivir en el castillo Profundo. Situado, justo en el centro mismo de estas tierras líquidas.

Entre sus muchas deudas, con estos Seres del Agua, había una que era la más importante: su hija Lucia. Lisardo la había vendido ya antes de nacer a cambio de su tranquilidad. De no tener que luchar como todos los caballeros que se preciaban de serlo. Pero Lisiardo, como casi todos los hombres altaneros y orgullosos, era en realidad un cobarde, un cobarde que solo gustaba de alzar su espada contra los seres débiles y desprotegidos como su esposa, Constanza y su hija Lucia. Los criados también le temían. Era brutal y sanguinario cuando las cosas no se hacían a su modo. Se sentía un pobre de espíritu, porque lo era. Tenía un gran complejo porque se sabía inferior y de alma negra. Ejercía toda su ira contra aquellos que eran los únicos que estaban a su alrededor y dependían del él.

Preparaba sus falsas batallas con unos muñecos que había hecho construir a un pobre y viejo carpintero ya retirado que vivía a las afueras del castillo Profundo. Con estas estatuillas daba color a su decadente vida. Viéndolo sentado en su trono manejando a sus muñecos daba la visión de un circo patético. Se esforzaba en ganar fingidas batallas, gritaba contra sí mismo y contra otros caballeros de palo. Los movía de sitio, les cambiaba el caballo, les otorgaba condados, ducados o los despojaba de toda riqueza y dignidad. Lisiardo vivía en un mundo hecho a su medida, donde sólo él contaba, donde sólo se hacía lo que él mandaba. Un mundo vacío e inhóspito, lleno de manías, rodeado de cosas inservibles, de armaduras que nunca utilizó, de ropas que un día lucieron y ahora eran viejas y deslustradas. No se aseaba casi nunca, no conocía la higiene, pero paradójicamente, tenía un terror desmedido a contraer cualquier tipo de enfermedad. Sus aposentos rebosaban de frascos y de ungüentos, preparados para toda clase de males. Se sentía enfermo todos los días del año. Se creía morir a todas horas, se imaginaba que no pasaría de mañana. Por las noches cuando se acostaba en su cama mugrienta, en el ala norte del castillo, sentía que lo venían a buscar toda clase de fantasmas, de oscuras deidades y esto sí era lo único cierto. Lisiardo estaba condenado. Todas las sombras de las Tierras del Agua lo vigilaban, acechaban su alma, esperaban el día en que todo habría de cumplirse. El conde tendría que pagar sus deudas. Tenía terror a quedarse dormido, porque en sus sueños las tinieblas lo llamaban, le exigían su pago, eso le producía más cansancio y mas enfermedad. Sus ojos tenían el reflejo del insomnio y el recuerdo de la venta de su propia hija Lucia. Aún, sin él quererlo, esto le comía las entrañas. No por amor hacía ella, sino por miedo a las consecuencias que ese contrato le supondría.

Cuando vendió a su hija Lucia a los Seres del Agua, por mediación de la bruja del Valle Oscuro, Lisiardo, se creía infinito, era tanta su vanidad que pensó que su muerte no existía, que no estaba sentada a su izquierda, como está la de todos. Él se creía inmortal. Pobre payaso –se decía para sí la bruja del Valle Oscuro −no sabe que todas esas sensaciones de perpetuidad y de falso orgullo están provocadas por el vino que le ofrecí para cerrar el contrato. Pero él no lo sabía, el atrevimiento de su ignorancia era tan grande, que le impedía ver con claridad. Solo al pasar de los años, se había ido dando cuenta de que su muerte también estaba junto a él y lo llevaría el día estipulado con los Seres del Agua. Lisiardo había ido comprendiendo que estaba destinado a ser devorado por la tierra, destinado al más terrible olvido. Todo se fue cumpliendo en el castillo Profundo. Lucia creció y la bruja reclamó lo pactado. El conde entregó a su hija y con ella la esperanza de días claros.

Los años pasaron deprisa. El conde envejeció. Una tarde invierno mientras estaba sentado debajo de un gran árbol, donde solía sentarse a lamentarse de su cobardía, los Seres del Agua aparecieron. La tierra se lo tragó.