Abro la botella de güisqui y con mano
temblorosa me sirvo una cantidad generosa, en un vaso de boca ancha. Dejo
caer tres cubitos de hielo con formas
geométricas diferentes ¡tanta sofisticación para enfriar el alcohol! –pienso. A
esas alturas de la noche ya suelo estar bastante bebida. Es habitual que pase
las noches bebiendo sin ninguna compañía más que la del televisor que, emite algún programa, de esos que llenaban todas
las cadenas. Programas sensacionalistas donde los personajes parodian cualquier
cosa e incluso a ellos mismos. Basura pero me acompañan sus voces. Las
imágenes, parecen esta noche, más deplorables de lo habitual. Desde el sillón donde estoy sentada, siento
la vida ajena a mi persona, como esos protagonistas del culebrón. Los fuertes
colores de la pequeña pantalla, forman un escenario grotesco, cómo una alegoría
macabra. Se diluyen entre el alcohol y el vacío donde mi mente va cayendo. Son
como los recuerdos antiguos que se borran quedando sólo retazos sin forma de un
tiempo que se fue. El salón está en penumbra, sólo una luz baja de color
amarillo, en un rincón de la habitación proyecta luces y sombras sobre la
pared, cubierta con raso acolchado de color burdeos. Alargo la mano hasta
alcanzar la cajetilla de tabaco, que reposa sobre una mesita baja de roble
macizo, enciendo un Chester en el que dejo el filtro emborronado con el
color carmín intenso de mis labios.
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