lunes, 9 de septiembre de 2013

La carta

         Rosario estaba sentada frente a la ventana, parecía que miraba hacía un punto fijo, alguna cosa en el exterior que llamaba su atención, pero en realidad sus ojos estaban perdidos. Con la mano derecha cogió un cigarrillo que se llevo a la boca y lo encendió. Aspiro largamente el humo y luego lo dejo en reposo sobre el cenicero. En sus rodillas descansaban varias cuartillas manuscritas. El sobre que ella misma había arrugado estaba tirado en el suelo. De fondo sonaba la música de “protagonistas”, un programa de radio un poco anticuado.
           La carta podía ser de su hermana que aún vivía en el pueblo. Como no recibía muchas siempre le causaban recelo. Podían ser buenas o malas noticias. Su hijo estaba en el extranjero y nunca le escribía cartas, si no que le llamaba por teléfono pero Rosario estaba segura de que si le pasaba algo sería una carta lo que recibiera. El papel siempre es mejor para las malas noticias. Eso es, al menos, lo que ella pensaba. Si era de su hermana, como la pobre ya era mayor, le daba miedo que la carta fuese una despedida. Las facturas de los servicios domésticos eran inconfundibles, siempre traían una ventanita por donde asomaba su nombre y  en ésta no aparecía. Como ya había tirado el sobre, las cuartillas bailaban en sus manos sin atreverse a leerlas. La carta le quemaba los dedos.
           Rosario era considerada una mujer extraña, dada a las melancolías, algo que a la gente tiende a asustarle. Pero ella era así y no pensaba cambiar. Se levantó despacito, con las cuartillas en la mano, lo que fuese, ya era inevitable… Las arrugó igual que había hecho con el sobre y muy despacito las hundió en el cubo de la basura.





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